SÉPTIMA
JORNADA
COMIENZA LA SÉPTIMA JORNADA
DEL DECAMERÓN, EN LA CUAL,
BAJO EL GOBIERNO DE DIONEO, SE DISCURRE SOBRE BURLAS QUE POR AMOR O POR SU
SALVACIÓN HAN HECHO LAS MUJERES A SUS MARIDOS, HABIÉNDOSE APERCIBIDO ELLOS O
NO.
Todas las estrellas habían huido ya de las partes
del oriente, con la excepción de aquella que Lucifer llamamos, que todavía
lucía en la blanqueciente aurora, cuando el senescal, levantándose, con un gran
equipaje se fue al Valle de las Damas para disponer allí todas las cosas según
la orden y el mandato habido de su señor. Después de cuya marcha no tardó mucho
en levantarse el rey, a quien había despertado el estrépito de los cargadores y
de las bestias; y levantándose, hizo levantar a las señoras y a los jóvenes por
igual; y no despuntaban aún bien los rayos del sol cuando todos se pusieron en
camino. Y nunca hasta entonces les había parecido que los ruiseñores cantaban
tan alegremente y los otros pájaros como aquella mañana les parecía; por cuyos
cantos acompañados se fueron al Valle de las Damas, donde, recibidos por muchos
más, les pareció que con su llegada se alegrasen. Allí, dando una vuelta por él
y volviendo a mirarlo de arriba abajo, tanto más bello les pareció que el día
pasado cuanto más conforme era con su belleza la hora del día.
Y luego de que con el buen vino y los dulces
hubieron roto el ayuno para que por los pájaros no fuesen superados, comenzaron
a cantar, y junto con ellos el valle, siempre entonando las mismas canciones
que decían ellos a las que todos los pájaros, como si no quisiesen ser
vencidos, dulces y nuevas notas añadían. Mas luego que la hora de comer fue
venida, puestas la, mesas bajo los frondosos laureles y los otros verdes
árboles, junto al bello lago, como plugo al rey, fueron a sentarse, y mientras
comían veían a lo peces nadar por el lago en anchísimos bancos; lo que, tanto
como de mirar daba a veces motivo para conversar. Pero luego de que llegó el
final del almuerzo, y las viandas y las mesas fueron retiradas, todavía más
contentos que antes empezaron a cantar y luego de esto a tañer sus instrumentos
y a danzar; y después, habiéndose puesto camas en muchos lugares por el pequeño
valle (todas por el discreto senescal rodeadas de sargas francesas y de
cortinas cerradas) con licencia del rey, quien quiso pudo irse a dormir; y
quien dormir no quiso, con los otros a sus acostumbrados entretenimientos podía
entregarse a su placer. Pero llegada ya la hora en que todos estaban levantados
y era tiempo de recogerse a novelar, según quiso el rey, no lejos del lugar
donde comido habían, haciendo extender tapetes sobre la hierba y sentándose
cerca del lago, mandó el rey a Emilia que comenzase; la cual, alegremente, así
comenzó a decir sonriendo:
(SIGUE...)
NOVELA PRIMERA
Gianni Lotteringhi oye de noche llamar a su
puerta; despierta a su mujer y ella le hace creer que es un espantajo; van a
conjurarlo con una oración y las llamadas cesan.
Señor mío, me hubiera agradado muchísimo, si a
vos os hubiera placido, que otra persona en lugar de mí hubiera a tan buena
materia como es aquella de que hablar debemos hoy dado comienzo; pero puesto
que os agrada que sea yo quien a las demás dé valor, lo haré de buena gana. Y
me ingeniaré, carísimas señoras, en decir, algo que pueda seros útil en el
porvenir, porque si las demás son como yo, todas somos medrosas, y máximamente
de los espantajos que sabe Dios que no sé qué son ni he encontrado hasta ahora
a nadie que lo supiera, pero a quienes todas tememos por igual ; y para hacerlos
irse cuando vengan a vosotras, tomando buena nota de mi historia, podréis una
santa y buena oración, y muy valiosa para ello, aprender.
Hubo en Florencia, en el barrio de San Brancazio,
un vendedor de estambre que se llamó Gianni Lotteringhi, hombre más afortunado
en su arte que sabio en otras cosas, porque teniendo algo de simple, era con
mucha frecuencia capitán de los laudenses de Santa María la Nueva , y tenía que ocuparse
de su coro, y otras pequeñas ocupaciones semejantes desempeñaba con mucha frecuencia,
con lo que él se tenía en mucho; y aquello le ocurría porque muy
frecuentemente, como hombre muy acomodado, daba buenas pitanzas a los frailes.
Los cuales, porque el uno unas calzas, otro una capa y otro un escapulario le
sacaban con frecuencia, le enseñaban buenas oraciones y le daban el paternoste
en vulgar y la canción de San Alejo y el lamento de San Bernardo y las
alabanzas de doña Matelda y otras tonterías tales, que él tenía en gran aprecio
y todas por la salvación de su alma las decía muy diligentemente. Ahora, tenía
éste una mujer hermosísima y atrayente por esposa, la cual tenía por nombre
doña Tessa y era hija de Mannuccio de la Cuculía, muy sabia y previsora, la cual,
conociendo la simpleza del marido, estando enamorada de Federigo de los Neri
Pegolotti , el cual hermoso y lozano joven era, y él de ella, arregló con una
criada suya que Federigo viniese a hablarle a una tierra muy bella que el dicho
Gianni tenía en Camerata, donde ella estaba todo el verano; y Gianni alguna vez
allí venía por la tarde a cenar y a dormir y por la mañana se volvía a la
tienda y a veces a sus laúdes. Federigo, que desmesuradamente lo deseaba,
cogiendo la ocasión, un día que le fue ordenado, al anochecer allá se fue, y no
viniendo Gianni por la noche, con mucho placer y tiempo, cenó y durmió con la
señora, y ella, estando en sus brazos por la noche, le enseñó cerca de seis de
los laúdes de su marido. Pero no entendiendo que aquélla fuese la última vez
como había sido la primera, ni tampoco Federigo, para que la criada no tuviese
que ir a buscarle a cada vez, arreglaron juntos esta manera: que él todos los
días, cuando fuera o volviera de una posesión suya que un poco más abajo
estaba, se fijase en una viña que había junto a la casa de ella, y vería una
calavera de burro sobre un palo de los de la vid , la cual, cuando con el
hocico vuelto hacia Florencia viese, seguramente y sin falta por la noche,
viniese a ella, y si no encontraba la puerta abierta, claramente llamase tres
veces, y ella le abriría; y cuando viese el hocico de la calavera vuelto hacia
Fiésole no viniera porque Gianni estaría allí. Y haciendo de esta manera,
muchas veces juntos estuvieron; pero entre las otras veces hubo una en que,
debiendo Federigo cenar con doña Tessa, habiendo ella hecho asar dos gordos
capones, sucedió que Gianni, que no debía venir, muy tarde vino. De lo que la
señora mucho se apesadumbró, y él y ella cenaron un poco de carne salada que
había hecho salcochar aparte; y la criada hizo llevar, en un mantel blanco, los
dos capones guisados y muchos huevos frescos y una frasca de buen vino a un
jardín suyo al cual podía entrarse sin ir por la casa y donde ella acostumbraba
a cenar con Federigo alguna vez, y le dijo que al pie de un melocotonero que
estaba junto a un pradecillo aquellas cosas pusiera; y tanto fue el enojo que
tuvo, que no se acordó de decirle a la criada que esperase hasta que Federigo
viniese y le dijera que Gianni estaba allí y que cogiera aquellas cosas del
huerto. Por lo que, yéndose a la cama Gianni y ella, y del mismo modo la
criada, no pasó mucho sin que Federigo llegase y llamase una vez claramente a
la puerta, la cual estaba tan cerca de la alcoba, que Gianni lo sintió
incontinenti, y también la mujer; pero para que Gianni nada pudiera sospechar
de ella, hizo como que dormía.
Y, esperando un poco, Federigo llamó la segunda
vez; de lo que maravillándose Gianni, pellizcó un poco a la mujer y le dijo:
-Tessa, ¿oyes lo que yo? Parece que llaman a
nuestra puerta. La mujer, que mucho mejor que él lo había oído, hizo como que
se despertaba, y dijo: -¿Qué dices, eh?
-Digo -dijo Gianni- que parece que llaman a
nuestra puerta. -¿Llaman? ¡Ay, Gianni mío! ¿No sabes lo que es? Es el
espantajo, de quien he tenido estas noches el mayor miedo que nunca se tuvo,
tal que, cuando lo he sentido, me he tapado la cabeza y no me he atrevido a
destapármela hasta que ha sido día claro.
Dijo entonces Gianni:
-Anda, mujer, no tengas miedo si es él, porque he
dicho antes el Te lucis y la
Intermerata y muchas otras buenas oraciones cuando íbamos a
acostarnos y también he persignado la cama de esquina a esquina con el nombre
del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y no hay que tener miedo: que no
puede, por mucho poder que tenga, hacernos daño.
La mujer, para que Federigo por acaso no sospechase
otra cosa y se enojase con ella, deliberó que tenía que levantarse y hacerle
oír que Gianni estaba dentro, y dijo al marido: -Muy bien, tú di tus palabras;
yo por mi parte no me tendré por salvada ni segura si no lo conjuramos, ya que
estás tú aquí.
Dijo Gianni:
-¿Pues cómo se le conjura?
Dijo la mujer:
-Yo bien lo sé, que antier, cuando fui a Fiésole
a ganar las indulgencias, una de aquellas ermitañas que es, Gianni mío, la cosa
más santa que Dios te diga por mí, viéndome tan medrosa me enseñó una santa y
buena oración, y dijo que la había probado muchas veces antes de ser ermitaña y
siempre le había servido. Pero Dios sabe que sola nunca me habría atrevido a ir
a probarla; Pero ahora que estás tú, quiero que vayamos a conjurarlo.
Gianni dijo que muy bien le parecía; y
levantándose, se fueron los dos calladamente a la puerta, fuera de la cual
todavía Federigo, ya sospechando, estaba; y llegados allí, dijo la mujer a
Gianni: -Ahora escupe cuando yo te lo diga .
Dijo Gianni:
-Bien.
Y la mujer comenzó la oración, y dijo:
-Espantajo, espantajo, que por la noche vas, con
la cola tiesa viniste, con la cola tiesa te irás; vete al huerto junto al
melocotonero, allí hay grasa tiznada y cien cagajones de mi gallina; cata el
frasco y vete deprisa, y no hagas daño ni a mí ni a mi Gianni.
Y dicho así, dijo al marido:
-¡Escupe, Gianni!
Y Gianni escupió; y Federigo, que fuera estaba y
esto oído, ya desvanecidos los celos, con toda su melancolía tenía tantas ganas
de reír que estallaba, y en voz baja, cuando Gianni escupía, decía: -Los
dientes.
La mujer, luego de que en esta guisa hubo
conjurado tres veces al espantajo, a la cama volvió con su marido. Federigo,
que con ella esperaba cenar, no habiendo cenado y habiendo bien las palabras de
la oración entendido, se fue al huerto y junto al melocotonero encontrando los
dos capones y el vino y los huevos, se los llevó a casa y cenó con gran gusto;
y luego las otras veces que se encontró con la mujer mucho con ella rió de este
conjuro.
Es cierto que dicen algunos que sí había vuelto
la mujer la calavera del burro hacia Fiésole, pero que un labrador que pasaba
por la viña le había dado con un bastón y le había hecho dar vueltas, y se
había quedado mirando a Florencia, y por ello Federigo, creyendo que le llamaban,
había venido, y que la mujer había dicho la oración de esta guisa: «Espantajo,
espantajo, vete con Dios, que la calavera del burro no la volví yo, que otro
fue, que Dios le dé castigo y yo estoy aquí con el Gianni mío»; por lo que,
yéndose, sin albergue y sin cena se había quedado. Pero una vecina mía, que es
una mujer muy vieja, me dice que una y otra fueron verdad, según lo que ella de
niña había oído, pero que la última no a Gianni Lotteringhi había sucedido sino
a uno que se llamó Gianni de Nello , que estaba en Porta San Pietro no menos
completo bobalicón que lo fue Gianni Lotteringhi. Y por ello, caras señoras
mías, a vuestra elección dejo tomar la que más os plazca de las dos, o si
queréis las dos: tienen muchísima virtud para tales cosas, como por experiencia
habéis oído; aprendedlas y ojalá os sirvan.
NOVELA SEGUNDA
Peronella mete a su amante en una tinaja al
volver su marido a casa; la cual habiéndola vendido el marido, ella le dice que
la ha vendido ella a uno que está dentro mirando a ver si le parece bien
entera; el cual, saliendo fuera, hace que el marido la raspe y luego se la
lleve a su casa.
Con grandísima risa fue la historia de Emilia
escuchada y la oración como buena y santa elogiada por todos, siendo llegado el
fin de la cual mandó el rey a Filostrato que siguiera, el cual comenzó:
Carísimas señoras mías, son tantas las burlas que los hombres os hacen y
especialmente los maridos, que cuando alguna vez sucede que alguna al marido se
la haga, no debíais vosotras solamente estar contentas de que ello hubiera
ocurrido, o de enteraros de ello o de oírlo decir a alguien, sino que deberíais
vosotras mismas irla contando por todas partes, para que los hombres conozcan
que si ellos saben, las mujeres por su parte, saben también; lo que no puede
sino seros útil porque cuando alguien sabe que otro sabe, no se pone a querer
engañarlo demasiado fácilmente. ¿Quién duda, pues, que lo que hoy vamos a decir
en torno a esta materia, siendo conocido por los hombres, no sería grandísima
ocasión de que se refrenasen en burlaros, conociendo que vosotras, si queréis,
sabríais burlarlos a ellos? Es, pues, mi intención contaros lo que una
jovencita, aunque de baja condición fuese, casi en un momento, para salvarse
hizo a su marido.
No hace casi nada de tiempo que un pobre hombre,
en Nápoles, tomó por mujer a una hermosa y atrayente jovencita llamada
Peronella; y él con su oficio, que era de albañil, y ella hilando, ganando muy
escasamente, su vida gobernaban como mejor podían. Sucedió que un joven
galanteador, viendo un día a esta Peronella y gustándole mucho, se enamoró de
ella, y tanto de una manera y de otra la solicitó que llegó a intimar con ella.
Y para estar juntos tomaron el acuerdo de que, como su marido se levantaba
temprano todas las mañanas para ir a trabajar o a buscar trabajo, que el joven
estuviera en un lugar de donde lo viese salir; y siendo el barrio donde estaba,
que Avorio se llama, muy solitario, que, salido él, éste a la casa entrase; y
así lo hicieron muchas veces. Pero entre las demás sucedió una mañana que,
habiendo el buen hombre salido, y Giannello Scrignario , que así se llamaba el
joven, entrado en su casa y estando con Peronella, luego de algún rato (cuando
en todo el día no solía volver) a casa se volvió, y encontrando la puerta cerrada
por dentro, llamó y después de llamar comenzó a decirse: -Oh, Dios, alabado
seas siempre, que, aunque me hayas hecho pobre, al menos me has consolado con
una buena y honesta joven por mujer. Ve cómo enseguida cerró la puerta por
dentro cuando yo me fui para que nadie pudiese entrar aquí que la molestase.
Peronella, oyendo al marido, que conoció en la
manera de llamar, dijo: -¡Ay! Giannelo mío, muerta soy, que aquí está mi marido
que Dios confunda, que ha vuelto, y no sé qué quiere decir esto, que nunca ha
vuelto a esta hora; tal vez te vio cuando entraste. Pero por amor de Dios, sea
como sea, métete en esa tinaja que ves ahí y yo iré a abrirle, y veamos qué
quiere decir este volver esta mañana tan pronto a casa.
Giannello prestamente entró en la tinaja, y
Peronella, yendo a la puerta, le abrió al marido y con mal gesto le dijo:
-¿Pues qué novedad es ésta que tan pronto vuelvas
a casa esta mañana? A lo que me parece, hoy no quieres dar golpe, que te veo
volver con las herramientas en la mano; y si eso haces, ¿de qué viviremos? ¿De
dónde sacaremos pan? ¿Crees que voy a sufrir que me empeñes el zagalejo y las
demás ropas mías, que no hago día y noche más que hilar, tanto que tengo la
carne desprendida de las uñas, para poder por lo menos tener aceite con que
encender nuestro candil? Marido, no hay vecina aquí que no se maraville y que
no se burle de mí con tantos trabajos y cuáles que soporto; y tú te me vuelves
a casa con las manos colgando cuando deberías estar en tu trabajo.
Y dicho esto, comenzó a sollozar y a decir de
nuevo:
-¡Ay! ¡Triste de mí, desgraciada de mí! ¡En qué
mala hora nací! En qué mal punto vine aquí , que habría podido tener un joven
de posición y no quise, para venir a dar con este que no piensa en quién se ha
traído a casa. Las demás se divierten con sus amantes, y no hay una que no
tenga quién dos y quién tres, y disfrutan, y le enseñan al marido la luna por
el sol; y yo, ¡mísera de mí!, porque soy buena y no me ocupo de tales cosas,
tengo males y malaventura. No sé por qué no cojo esos amantes como hacen las
otras. Entiende bien, marido mío, que si quisiera obrar mal, bien encontraría
con quién, que los hay bien peripuestos que me aman y me requieren y me han
mandado propuestas de mucho dinero, o si quiero ropas o joyas, y nunca me lo sufrió
el corazón, porque soy hija de mi madre; ¡y tú te me vuelves a casa cuando
tenías que estar trabajando!
Dijo el marido:
-¡Bah, mujer!, no te molestes, por Dios; debes
creer que te conozco y sé quién eres, y hasta esta mañana me he dado cuenta de
ello. Es verdad que me fui a trabajar, pero se ve que no lo sabes, como yo no
lo sabía; hoy es el día de San Caleone y no se trabaja, y por eso me he vuelto
a esta hora a casa; pero no he dejado de buscar y encontrar el modo de que hoy tengamos
pan para un mes, que he vendido a este que ves aquí conmigo la tinaja, que
sabes que ya hace tiempo nos está estorbando en casa: ¡y me da cinco liriados !
Dijo entonces Peronella:
-Y todo esto es ocasión de mi dolor: tú que eres
un hombre y vas por ahí y debías saber las cosas del mundo has vendido una
tinaja en cinco liriados que yo, pobre mujer, no habías apenas salido de casa
cuando, viendo lo que estorbaba, la he vendido en siete a un buen hombre que,
al volver tú, se metió dentro para ver si estaba bien sólida.
Cuando el marido oyó esto se puso más que
contento, y dijo al que había venido con él para ello: -Buen hombre, vete con
Dios, que ya oyes que mi mujer la ha vendido en siete cuando tú no me dabas más
que cinco.
El buen hombre dijo:
-¡Sea en buena hora!
Y se fue.
Y Peronella dijo al marido:
-¡Ven aquí, ya estás aquí, y vigila con él
nuestros asuntos! Giannello, que estaba con las orejas tiesas para ver si de
algo tenía que temer o protegerse, oídas las explicaciones de Peronella,
prestamente salió de la tinaja; y como si nada hubiera oído de la vuelta del
marido, comenzó a decir:
-¿Dónde estáis, buena mujer?
A quien el marido, que ya venía, dijo:
-Aquí estoy, ¿qué quieres?
Dijo Giannello:
-¿Quién eres tú? Quiero hablar con la mujer con
quien hice el trato de esta tinaja. Dijo el buen hombre:
-Habla con confianza conmigo, que soy su marido.
Dijo entonces Giannello:
-La tinaja me parece bien entera, pero me parece
que habéis tenido dentro heces, que está todo embadurnado con no sé qué cosa
tan seca que no puedo quitarla con las uñas, y no me la llevo si antes no la
veo limpia.
Dijo Peronella entonces:
-No, por eso no quedará el trato; mi marido la
limpiará.
Y el marido dijo:
-Sí, por cierto.
Y dejando las herramientas y quedándose en
camino, se hizo encender una luz y dar una raedera, y entró dentro incontinenti
y comenzó a raspar.
Y Peronella, como si quisiera ver lo que hacía,
puesta la cabeza en la boca de la tinaja, que no era muy alta, y además de esto
uno de los brazos con todo el hombro, comenzó a decir a su marido: -Raspa aquí,
y aquí y también allí... Mira que aquí ha quedado una pizquita. Y mientras así
estaba y al marido enseñaba y corregía, Giannello, que completamente no había
aquella mañana su deseo todavía satisfecho cuando vino el marido, viendo que
como quería no podía, se ingenió en satisfacerlo como pudiese; y arrimándose a
ella que tenía toda tapada la boca de la tinaja, de aquella manera en que en
los anchos campos los desenfrenados caballos encendidos por el amor asaltan a
las yeguas de Partia , a efecto llevó el juvenil deseo; el cual casi en un
mismo punto se completó y se terminó de raspar la tinaja, y él se apartó y
Peronella quitó la cabeza de la tinaja, y el marido salió fuera. Por lo que
Peronella dijo a Giannello:
-Coge esta luz, buen hombre, y mira si está tan
limpia como quieres Giannello, mirando dentro, dijo que estaba bien y que
estaba contento y dándole siete liriados se la hizo llevar a su casa .
NOVELA TERCERA
Fray Rinaldo se acuesta con su comadre, lo
encuentra el marido con ella en la alcoba y le hacen creer que estaba
conjurando las lombrices del ahijado.
No pudo Filostrato hablar tan oscuro de las
yeguas partias que las sagaces señoras no le entendiesen y no se riesen algo,
aunque fingiendo reírse de otra cosa. Pero luego de que el rey conoció que su
historia había terminado, ordenó a Elisa que ella hablara; la cual, dispuesta a
obedecer, comenzó: Amables señoras, el conjuro del espantajo de Emilia me ha
traído a la memoria una historia de otro conjuro que, aunque no sea tan buena
como fue aquélla, porque no se me ocurre ahora otra sobre nuestro asunto, la
contaré.
Debéis saber que en Siena hubo en tiempos pasados
un joven muy galanteador y de honrada familia que tuvo por nombre Rinaldo; y
amando sumamente a una vecina suya y muy hermosa señora y mujer de un hombre
rico, y esperando (si pudiera encontrar el modo de hablarle sin sospechas)
conseguir de ella todo lo que deseaba, no viendo ninguno y estando la señora grávida,
pensó en convertirse en su compadre; y haciendo amistad con su marido, del modo
que más conveniente le pareció se lo dijo, y así se hizo. Habiéndose, pues,
Rinaldo convertido en compadre de doña Agnesa y teniendo alguna ocasión más
pintada para poder hablarle, le hizo conocer con palabras aquella parte de su
intención que ella mucho antes había conocido en las expresiones de sus ojos;
pero poco le valió, sin embargo, aunque no desagradara a la señora haberlo
oído. Sucedió no mucho después que, fuera cual fuese la razón, Rinaldo se hizo
fraile y, encontrara como encontrase aquel pasto, perseveró en ello; y sucedió
que un poco, en el tiempo en que se hizo fraile, había dejado de lado el amor
que tenía a su comadre y algunas otras vanidades, pero con el paso del tiempo,
sin dejar los hábitos las recuperó y comenzó a deleitarse en aparentar y en
vestir con buenos paños y en ser en todas sus cosas galante y adornado, y en
hacer canciones y sonetos y baladas, y a cantar, y en una gran cantidad de
otras cosas semejantes a éstas.
Pero ¿qué estoy yo diciendo del fray Rinaldo de
que hablamos? ¿Quiénes son los que no hacen lo mismo? ¡Ay, vituperio del
perdido mundo! No se avergüenzan de aparecer gordos, de aparecer con el rostro
encarnado, de aparecer refinados en los vestidos y en todas sus cosas, y no
como palomas sino como gallos hinchados con la cresta levantada encopetados
proceden; y lo que es peor, dejemos el que tengan sus celdas llenas de tarros
colmados de electuario y de ungüentos, de cajas de varios dulces llenas, de
ampollas y de redomitas con aguas destiladas y con aceites, de frascos con
malvasía y con vino griego y con otros desbordantes, hasta el punto de que no
celdas de frailes sino tiendas de especieros o de drogueros parecen mayormente
a los que las ven; no se avergüenzan ellos de que los demás sepan que son
golosos, y se creen que los demás no saben y conocen que los muchos ayunos, las
comidas ordinarias y escasas y el vivir sobriamente haga a los hombres magros y
delgados y la mayoría de las veces sanos; y si a pesar de todo los hacen
enfermos, al menos no enferman de gota, para la que se suele dar como
medicamento la castidad y todas las demás cosas apropiadas a la vida de un
modesto fraile. Y se creen que los demás no conocen que además de la vida
austera, las vigilias largas, el orar y el disciplinarse deben hacer a los
hombres pálidos y afligidos, y que ni Santo Domingo ni San Francisco, sin tener
cuatro capas cada uno, no de lanilla teñida ni de otros paños señoriles, sino
hechos con lana gruesa y de natural color, para protegerse del frío y no para
aparentar se vestían. ¡Que Dios los ayude como necesitan las almas de los
simples que los alimentan!
Así pues, vuelto fray Rinaldo a sus primeros
apetitos, comenzó a visitar con mucha frecuencia a su comadre; y habiendo
crecido su arrogancia, con más instancias que antes lo hacía comenzó a
solicitarle lo que deseaba de ella.
La buena señora, viéndose solicitar mucho y
pareciéndole tal vez fray Rinaldo más guapo de lo que solía, siendo un día muy importunada
por él, recurrió a lo mismo que todas aquellas que tienen deseos de conceder lo
que se les pide, y dijo:
-¿Cómo, fray Rinaldo, y es que los frailes hacen
esas cosas? A quien el fraile contestó:
-Señora, cuando yo me quite este hábito, que me
lo quito muy fácilmente, os pareceré un hombre hecho como los otros, y no un
fraile.
La señora se rió y dijo:
-¡Ay, triste de mí! Sois compadre mío , ¿cómo
podría ser esto? Estaría demasiado mal, y he oído muchas veces que es un pecado
demasiado grande; y en verdad que si no lo fuese haría lo que quisierais.
A quien fray Rinaldo dijo:
-Sois tonta si lo dejáis por eso. No digo que no
sea pecado, pero otros mayores perdona Dios a quienes se arrepienten. Pero
decidme: ¿quién es más pariente de vuestro hijo, yo que lo sostuve en el
bautismo o vuestro marido que lo engendró?
La señora repuso:
-Más pariente suyo es mi marido.
-Decís verdad -dijo el fraile-. ¿Y vuestro marido
no se acuesta con vos? -Claro que sí -repuso la señora.
-Pues -dijo el fraile- y yo, que soy menos
pariente de vuestro hijo que vuestro marido, tanto debo poder acostarme con vos
como vuestro marido.
La señora, que no sabia lógica y de pequeño
empujón necesitaba, o creyó o hizo como que creía que el fraile decía verdad; y
respondió:
-¿Quién sabría contestar a vuestras palabras?
Y luego, no obstante el compadrazgo, se dejó
llevar a hacer su gusto; y no comenzaron una sola vez sino que con la tapadera
del compadrazgo teniendo más facilidad porque la sospecha era menor, muchas y
muchas veces estuvieron juntos. Pero entre las demás sucedió una que, habiendo
fray Rinaldo venido a casa de la señora y viendo que allí no había nadie sino
una criadita de la señora, asaz hermosa y agradable, mandando a su compañero
con ella al aposento de las palomas a enseñarle el padrenuestro, él con la
señora, que de la mano llevaba a su hijito, se metieron en la alcoba y,
cerrando por dentro, sobre un diván que en ella había comenzaron a juguetear; y
estando de esta guisa sucedió que volvió el compadre, y sin que nadie lo
sintiese se fue a la puerta de la alcoba, y dio golpes y llamó a la mujer. Doña
Agnesa, oyendo esto, dijo:
-Muerta soy, que aquí está mi marido, ahora se
dará cuenta de cuál es la razón de nuestro trato. Estaba fray Rinaldo desnudo,
esto es sin hábito y sin escapulario, en camiseta; el cual esto oyendo, dijo
tristemente:
-Decís verdad; si yo estuviese vestido alguna
manera encontraría; pero si le abrís y me encuentra así no podrá encontrarse
ninguna excusa.
La señora, por una inspiración súbita ayudada,
dijo:
-Pues vestíos; y cuando estéis vestido coged en
brazos a vuestro ahijado y escuchad bien lo que voy a decirle, para que
vuestras palabras estén de acuerdo con las mías; y dejadme hacer a mí. El buen
hombre no había dejado de llamar cuando la mujer repuso: -Ya voy. -Y
levantándose, con buen gesto se fue a la puerta de la alcoba y, abriéndola,
dijo-: Marido mío, te digo que fray Rinaldo nuestro compadre ha venido y que
Dios lo mandó porque seguro que si no hubiese venido habríamos perdido hoy a nuestro
niño.
Cuando el estúpido santurrón oyó esto, todo se
pasmó, y dijo: -¿Cómo?
-Oh, marido mío -dijo la mujer-, le vino antes de
improviso un desmayo que me creí que estaba muerto, y no sabía qué hacerme ni
qué decirme, si no llega a aparecer entonces fray Rinaldo nuestro compadre y,
cogiéndolo en brazos, dijo: «Comadre, esto son lombrices que tiene en el cuerpo
que se le están acercando al corazón y lo matarían con seguridad; pero no
temáis, que yo las conjuraré y las haré morir a todas y antes de que yo me vaya
de aquí veréis al niño tan sano como nunca lo habéis visto». Y porque te
necesitábamos para decir ciertas oraciones y la criada no pudo encontrarte se
las mandó decir a su compañero en el lugar más alto de la casa, y él y yo nos
entramos aquí dentro; y porque nadie más que la madre del niño puede estar
presente a tal servicio, para que otros no nos molestasen aquí nos encerramos;
y ahora lo tiene él en brazos, y creo que no espera sino a que su compañero
haya terminado de decir las oraciones, y estará terminando, porque el niño ya
ha vuelto en sí del todo. El santurrón, creyendo estas cosas, tanto el cariño
por su hijo lo conmovió que no se le vino a la cabeza el engaño urdido por la
mujer, sino que dando un gran suspiro dijo: -Quiero ir a verle.
Dijo la mujer:
-No vayas, que estropearías lo que se ha hecho;
espérate, quiero ve si puedes entrar y te llamaré. Fray Rinaldo, que todo había
oído y se había vestido a toda prisa y había cogido al niño en brazos, cuando
hubo dispuesto las cosas a su modo llamó:
-Comadre, ¿no es el compadre a quien oigo ahí?
Repuso el santurrón:
-Señor, sí.
-Pues -dijo fray Rinaldo-, venid aquí.
El santurrón allá fue y fray Rinaldo le dijo:
-Tomad a vuestro hijo, salvado por la gracia de
Dios, cuando he creído poco ha, que no lo veríais vivo al anochecer; y bien
haríais en hacer poner una figura de cera de su tamaño a la gloria de Dios
delante de la estatua del señor San Ambrosio, por los méritos del cual Dios os
ha hecho esta gracia. El niño, al ver a su padre, corrió hacia él y le hizo
fiestas como hacen los niños pequeños; el cual, cogiéndolo en brazos, llorando
no de otra manera que si lo sacase de la fosa, comenzó a besarlo y a darle
gracias a su compadre que se lo había curado.
El compañero de fray Rinaldo, que no un
padrenuestro sino más de cuatro había enseñado a la criadita, y le había dado
una bolsa de hilo blanco que le había dado a él una monja, y la había hecho
devota suya, habiendo oído al santurrón llamar a la alcoba de la mujer,
calladamente había venido a un sitio desde donde pudiera ver y oír lo que allí
pasaba.
Y viendo la cosa en buenos términos, se vino
abajo, y entrando en la alcoba dijo: -Fray Rinaldo, las cuatro oraciones que me
mandasteis las he dicho todas. A quien fray Rinaldo dijo:
-Hermano mío, tienes buena madera y has hecho
bien. En cuanto a mí, cuando mi compadre llegó no había dicho sino dos, pero
Nuestro Señor por tu trabajo y el mío nos ha concedido la gracia de que el niño
sea curado.
El santurrón hizo traer buen vino y dulces, e
hizo honor a su compadre y a su compañero con lo que ellos tenían necesidad más
que de otra cosa; luego, saliendo de casa junto con ellos, los encomendó a
Dios, y sin ninguna dilación haciendo hacer la imagen de cera, la mandó colgar
con las otras delante de la figura de San Ambrosio, pero no de la de aquel de
Milán .
NOVELA CUARTA
Tofano le cierra una noche la puerta de su casa a
su mujer, la cual, no pudiendo hacérsela abrir con súplicas, finge tirarse a un
pozo y arroja a él una gran piedra; Tofano sale de la casa y corre allí, y ella
entra en casa y le cierra a él la puerta y con gritos lo injuria .
El rey, al sentir que terminaba la novela de
Elisa, sin esperar más, volviéndose hacia Laureta, le mostró que le placía que
ella narrase; por lo que ella, sin tardar, así comenzó a decir: ¡Oh, Amor,
cuántas y cuáles son tus fuerzas, cuántos los consejos y cuántas las
invenciones! ¿Qué filósofo, qué artista habría alguna vez podido o podría
mostrar esas sagacidades, esas invenciones, esas argumentaciones que inspiras
tú súbitamente a quien sigue tus huellas? Por cierto que la doctrina de
cualquiera otro es tarda con relación a la tuya, como muy bien comprender se
puede en las cosas antes mostradas; a las cuales, amorosas señoras, yo añadiré
una, puesta en práctica por una mujercita tan simple que no sé quién sino Amor
hubiera podido mostrársela.
Hubo hace tiempo en Arezzo un hombre rico, el
cual fue llamado Tofano . A éste le fue dada por mujer una hermosísima mujer
cuyo nombre fue doña Ghita, de la cual él, sin saber por qué, pronto se sintió
celoso, de lo que apercibiéndose la mujer sintió enojo; y habiéndole preguntado
muchas veces sobre la causa de sus celos y no habiéndole sabido señalar él sino
las generales y malas , le vino al ánimo a la mujer hacerlo morir del mal que
sin razón temía. Y habiéndose apercibido de que un joven, según su juicio muy
de bien, la cortejaba, discretamente comenzó a entenderse con él; y estando ya
las cosas tan avanzadas entre él y ella que no faltaba sino poner en efecto las
palabras con obras, pensó la señora encontrar semejantemente un modo para ello.
Y habiendo ya conocido entre las malas costumbres
de su marido que se deleitaba bebiendo, no solamente comenzó a alabárselo sino
arteramente a invitarle a ello muy frecuentemente. Y tanto tomó aquello por
costumbre que casi todas las veces que le venía en gana lo llevaba a
embriagarse bebiendo; y cuando lo veía bien ebrio, llevándolo a dormir, por
primera vez se reunió con su amante y luego seguramente muchas veces continuó
encontrándose con él, y tanto se confió en las embriagueces de éste, que no
solamente había llegado al atrevimiento de traer a su amante a casa sino que
ella a veces se iba con él a estarse gran parte de la noche en la suya, la cual
no estaba lejos de allí. Y de esta manera continuando la enamorada mujer,
sucedió que el desgraciado marido vino a darse cuenta de que ella, al animarle
a beber, sin embargo, no bebía nunca; por lo que le entraron sospechas de que
fuese a ser lo que era, esto es, de que la mujer le embriagase para poder hacer
su gusto mientras él estaba dormido. Y queriendo de ello, si fuese así, tener
pruebas, sin haber bebido en todo el día, mostrándose una tarde el hombre más
ebrio que pudiera haber en el hablar y en las maneras, creyéndolo la mujer y no
juzgando que necesitase beber más, para dormir bien prestamente lo preparó. Y
hecho esto, según acostumbraba a hacer algunas veces, saliendo de casa, a la
casa de su amante se fue y allí hasta medianoche se quedó.
Tofano, al no sentir a la mujer, se levantó y
yéndose a la puerta la cerró por dentro y se puso a la ventana, para ver a la
mujer cuando volviese y hacerle manifiesto que se había percatado de sus
costumbres; y tanto estuvo que la mujer volvió, la cual, volviendo a casa y
encontrándose la puerta cerrada, se dolió sobremanera y comenzó a tratar de ver
si por la fuerza podía abrir la puerta. Lo que, luego de que Tofano lo hubo
sufrido un tanto, dijo: -Mujer, te cansas en vano porque dentro no podrás
volver. Vuélvete allí adonde has estado hasta ahora; y ten por cierto que no
volverás nunca aquí hasta que de esto, en presencia de tus parientes y de los
vecinos, te haya hecho el honor que te conviene.
La mujer empezó a suplicar por el amor de Dios
que hiciese el favor de abrirle porque no venía de donde él pensaba sino de
velar con una vecina suya porque las noches eran largas y ella no podía
dormirlas enteras ni velar sola en casa. Los ruegos no servían de nada porque
aquel animal estaba dispuesto a que todos los aretinos supieran su vergüenza
cuando ninguno la sabía. La mujer, viendo que el suplicar no le valía, recurrió
a las amenazas y dijo: -Si no me abres te haré el hombre más desgraciado que
existe. A quien Tofano repuso:
-¿Y qué puedes hacerme?
La mujer, a quien Amor había ya aguzado con sus
consejos el entendimiento, repuso: -Antes de sufrir la vergüenza que quieres
hacerme pasar sin razón, me arrojaré a este pozo que está cerca, en el cual
luego cuando me encuentren muerta, nadie creerá sino que tú, en tu embriaguez
me has arrojado allí, y así, o tendrás que huir y perder lo que tienes y ser
puesto en pregones , o te cortarán la cabeza como al asesino mío que realmente
habrás sido.
Nada se movió Tofano de su necia opinión con
estas palabras; por la cual cosa, la mujer dijo: -Pues ya no puedo sufrir este
fastidio tuyo, ¡Dios te perdone! Pon en su sitio esta rueca mía, que la dejo
aquí.
Y dicho esto, siendo la noche tan oscura que
apenas habrían podido verse uno al otro por la calle, se fue la mujer hacia el
pozo; y, cogiendo una grandísima piedra que había al pie del pozo, gritando
«¡Dios, perdóname!», la dejó caer dentro del pozo.
La piedra, al llegar al agua, hizo un grandísimo
ruido, el que al oír Tofano creyó firmemente que se había arrojado dentro; por
lo que, cogiendo el cubo con la soga, súbitamente se lanzó fuera de casa para
ayudarla y corrió al pozo.
La mujer, que junto a la puerta de su casa se
había escondido, al verlo correr al pozo se refugió en casa y se cerró dentro y
se fue a la ventana y comenzó a decir: -Hay que echarle agua cuando uno lo
bebe, no luego por la noche . Tofano, al oírla, se vio burlado y volvió a la
puerta; y no pudiendo entrar, le comenzó a decir que le abriese.
Ella, dejando de hablar bajo como hasta entonces
había hecho, gritando comenzó a decir: -Por los clavos de Cristo, borracho
fastidioso, no entrarás aquí esta noche; no puedo sufrir más estas maneras
tuyas: tengo que hacerle ver a todo el mundo quién eres y a qué hora vuelves a
casa por la noche. Tofano, por su parte, irritado, le comenzó a decir injurias
y a gritar; de lo que sintiendo el ruido los vecinos se levantaron, hombres y
mujeres, y se asomaron a las ventanas y preguntaron qué era aquello. La mujer
comenzó a decir llorando:
-Es este mal hombre que me vuelve borracho por la
noche a casa o se duerme por las tabernas y luego vuelve a estas horas;
habiéndolo aguantado mucho y no sirviendo de nada, no pudiendo aguantar más, he
querido hacerle pasar esta vergüenza de cerrarle la puerta de casa para ver si
se enmienda. El animal de Tofano, por su parte, decía cómo había sido la cosa y
la amenazaba. La mujer a sus vecinos les decía:
-¡Ved qué hombre! ¿Qué pensaríais si yo estuviera
en la calle como está él y él estuviese en casa como estoy yo? Por Dios que
dudo que no creyeseis que dice la verdad: bien podéis ver el seso que tiene.
Dice que he hecho lo que yo creo que ha hecho él. Creyó que me asustaría
arrojando no sé qué al pozo, pero quisiera Dios que se hubiese tirado él de
verdad y ahogado, que el vino que ha bebido de más se habría aguado muy bien.
Los vecinos, hombres y mujeres, comenzaron todos
a reprender a Tofano y a echarle la culpa a él y a insultarle por lo que decía
contra su mujer; y en breve tanto anduvo el rumor de vecino en vecino que llegó
hasta los parientes de la mujer. Los cuales llegados allí, y oyendo la cosa a
un vecino y a otro, cogieron a Tofano y le dieron tantos palos que lo dejaron
molido; luego, entrando en la casa, tomaron las cosas de la mujer y con ella se
volvieron a su casa, amenazando a Tofano con cosas peores. Tofano, viéndose
malparado y que sus celos le habían llevado por mal camino, como quien bien
quería a su mujer, recurrió a algunos amigos de intermediarios; y tanto anduvo,
que en paz volvió a llevarse la mujer a su casa, a la que prometió no ser
celoso nunca más; y además de ello, le dio licencia para que hiciese cuanto
gustase, pero tan prudentemente que él no se apercibiera. Y así, a modo del
tonto villano quedó cornudo y apaleado. Y viva el amor (y muera la avaricia) y
viva la compañía.
NOVELA QUINTA
Un celoso disfrazado de cura confiesa a su mujer,
al cual ésta da a entender que ama a un cura que viene a estar con ella todas
las noches, con lo que, mientras el celoso ocultamente hace guardia a la
puerta, la mujer hace entrar a un amante suyo por el tejado y está con él.
A su argumento puso fin Laureta; y habiendo ya
cada uno alabado a la mujer porque había obrado bien y como a aquel desdichado
convenía, el rey, para no perder tiempo, volviéndose hacia Fiameta,
placenteramente le encargó novelar; por la cual cosa, ella comenzó así:
Nobilísimas señoras, la precedente historia me lleva a razonar, semejantemente,
sobre un celoso, estimando que lo que sus mujeres les hacen, y máximamente
cuando tienen celos sin motivo está bien hecho. Y si todas las cosas hubiesen
considerado los hacedores de las leyes, juzgo que en esto deberían a las
mujeres no haber adjudicado otro castigo sino el que adjudicaron a quien ofende
a alguien defendiéndose: porque los celosos son hostigadores de la vida de las
mujeres jóvenes y diligentísimos procuradores de su muerte. Están ellas toda la
semana encerradas y atendiendo a las necesidades familiares y domésticas.
Deseando, como todos hacen, tener luego los días de fiesta alguna distracción,
algún reposo, y poder disfrutar algún entretenimiento como lo toman los
labradores del campo, los artesanos de la ciudad y los regidores de los
tribunales, como hizo Dios cuando el día séptimo descansó de todos sus
trabajos, y como lo quieren las leyes santas y las civiles, las cuales al honor
de Dios y al bien común de todos mirando, han distinguido los días de trabajo
de los de reposo. A la cual cosa en nada consienten los celosos, y aquellos
días que para todas las otras son alegres, a ellas, teniéndolas más encerradas
y más recluidas, hacen sentir más míseras y dolientes; lo cual, cuánto y qué
consunción sea para las pobrecillas sólo quienes lo han probado lo saben. Por
lo que, concluyendo, lo que una mujer hace a un marido celoso sin motivo, por
cierto no debería condenarse sino alabarse.
Hubo, pues, en Rímini, un mercader muy rico en
posesiones y en dinero el cual, teniendo una hermosísima mujer por esposa,
llegó a estar sobremanera celoso de ella; y no tenía otra razón para ello sino
que, como mucho la amaba y la tenía por muy hermosa y sabía que ella con todo
su afán se ingeniaba en agradarle, juzgaba que todos la amaban y que a todos
les parecía hermosa y también que ella se ingeniaba tanto en agradar a otros
como a él (argumento que era de hombre desdichado y de poco sentimiento). Y así
con estos celos tanta vigilancia tenía de ella y tan sujeta la tenía como tal
vez están los que a la pena capital están condenados, que no están vigilados
con tanta severidad por los carceleros. La mujer, no ya a bodas o a fiestas o a
la iglesia no podía ir sino que no osaba ponerse a la ventana ni mirar fuera de
casa por ningún motivo; por la cual cosa su vida era desdichadísima, y
aguantaba tanto más impacientemente este fastidio cuanto menos culpable se
sentía.
Por lo que, viéndose maltratar sin razón por su
marido, decidió para consuelo propio encontrar el modo, si alguno pudiera
encontrar, de que con justicia le viese hecho. Y porque no podía asomarse a la
ventana y así no tenía modo de poder mostrarse contenta del amor de alguno que
se lo hubiese manifestado pasando por su barrio, sabiendo que en la casa de al
lado de la suya había un joven apuesto y amable, pensó que, si algún agujero
hubiese en el muro que dividía su casa de aquélla, mirar por él tantas veces
que llegase a ver al joven en manera de poder hablarle y de darle su amor si
quería recibirlo ; y, si pudiese encontrarse el modo, encontrarse con él alguna
vez y de esta manera pasar su desdichada vida hasta tanto que el diablo saliese
de su marido.
Y yendo de una parte a otra, cuando su marido no
estaba, mirando el muro de la casa, vio por acaso en una parte asaz secreta de
ella el muro abierto un tanto por una grieta; por lo que, mirando por ella,
aunque muy mal pudiese discernir la otra parte, llegó a darse cuenta de que era
una alcoba allí donde daba la grieta y se dijo:
«Si fuese ésta la alcoba de Filippo (es decir,
del joven vecino suyo), estaría casi servida.» Y cautamente a una criada suya,
que le tenía lástima, la hizo espiar, y encontró que verdaderamente el joven
allí dormía solo; por lo que, acercándose con frecuencia a la grieta, y cuando
sentía al joven allí, dejando caer piedrecitas y algunas ramitas secas, tanto
hizo que, por ver qué era aquello, el joven se acercó allí. Al cual ella llamó
suavemente y él, que su voz conoció, le respondió; y ella, teniendo tiempo, en
breve le abrió sus pensamientos. De los que muy contento el joven, hizo de tal
manera que de su lado el agujero se hizo mayor, aunque de manera que nadie
pudiese apercibirlo; y por allí muchas veces se hablaban y se tocaban la mano,
pero más adelante no se podía ir por la rígida guardia del celoso. Ahora,
acercándose la fiesta de Navidad, la mujer dijo al marido que, si le placía,
quería ir la mañana de Pascua a la iglesia y confesarse y comulgar como hacen
los otros cristianos; a lo que el celoso dijo: -¿Y qué pecado has hecho que
quieres confesarte?
Dijo la mujer:
-¿Cómo? ¿Crees que soy santa porque me tienes
encerrada? Bien sabes que cometo pecados como las otras personas que así viven;
pero no quiero decírtelos a ti, que no eres cura. El celoso sintió sospechas
con estas palabras y decidió saber qué pecados había cometido aquélla y pensó
el modo en que podría hacerlo; y respondió que le parecía bien, pero que no
quería que fuese a otra iglesia sino a su capilla, y que allí fuese por la
mañana temprano y se confesase con su capellán o con el cura que el capellán le
dijese y no con otro, y se volviera enseguida a casa. A la mujer le pareció que
medio había entendido; pero sin decir nada respondió que así lo haría. Venida
la mañana de Pascua, la mujer se levantó al amanecer y se arreglo y se fue a la
iglesia que el marido le había mandado. El celoso, por otra parte, se levantó y
se fue a aquella misma iglesia y llegó allí antes que ella; y habiendo ya con
el cura de allí adentro arreglado lo que quería hacer, poniéndose rápidamente
una de las sotanas del cura con un capuchón grande como el que vemos que llevan
los curas , habiéndoselo echado un poco hacia adelante, se sentó en el coro. La
mujer, al llegar a la iglesia, hizo preguntar por el cura. El cura vino, y
oyendo a la mujer que quería confesarse, dijo que no podía oírla, pero que le
mandaría a un compañero suyo; y yéndose, mandó al celoso a su desgracia. El
cual, viniendo muy gravemente, aunque no fuese muy de día y él se hubiese
puesto el capuchón sobre los ojos, no pudo ocultarse tan bien que no fuese
reconocido prestamente por la mujer; la cual, al ver aquello, se dijo a sí
misma:
«Alabado sea Dios, que éste de celoso se ha hecho
cura; pero dejadlo, que le daré lo que está buscando.»
Fingiendo, pues, no conocerlo, se sentó a sus
pies . Micer celoso se había metido algunas piedrecitas en la boca para que le
dificultasen algo el habla, de manera que la mujer no le reconociese,
pareciéndole que en todas las demás cosas estaba del todo tan transformado que
no creía ser reconocido de ningún modo. Pero viniendo a la confesión, entre las
demás cosas que la señora le dijo, habiéndole dicho primero que estaba casada,
fue que estaba enamorada de un cura el cual todas las noches iba a acostarse
con ella.
Cuando el celoso oyó esto le pareció que le
habían dado una cuchillada en el corazón; y si no fuera que le azuzó el deseo
de saber más de aquello, habría abandonado la confesión e ídose; pero
quedándose quieto preguntó a la mujer:
-¿Y cómo? ¿No se acuesta con vos vuestro marido?
La mujer contestó:
-Señor, sí.
-Pues -dijo el celoso- ¿cómo puede también
acostarse el cura? -Señor -dijo la mujer-, el arte con que lo hace el cura no
lo sé; pero no hay en casa una puerta tan cerrada que, al tocarla él, no se
abra; y me dice él que, cuando ha llegado a la de mi alcoba, antes de que la
abra, dice ciertas palabras por las que mi marido se duerme incontinenti, y al
sentirlo dormido, abre la puerta y se viene dentro y está conmigo; y esto nunca
falla. Dijo entonces el celoso:
-Señora, esto está mal hecho y tenéis que
absteneros por completo de ello. La mujer le dijo:
-Señor, esto no creo poder hacerlo nunca porque
lo amo demasiado. -Pues yo no podré absolveros.
Le dijo la mujer:
-Lo siento mucho: no he venido aquí para decir
mentiras; si creyese que podría hacerlo os lo diría. Dijo entonces el celoso:
-En verdad, señora, me dais lástima, que os veo
perder el alma con estas cosas; pero en vuestro servicio quiero pasar trabajos
diciendo mis oraciones especiales a Dios en vuestro nombre, las cuales tal vez
os ayuden; y os mandaré alguna vez un monaguillo mío a quien diréis si os han
ayudado o no; y si os ayudan, continuaremos.
La mujer le dijo:
-Señor, no hagáis tal de mandarme nadie a casa
que, si mi marido lo supiese, es tan celoso que nadie en el mundo le quitaría
de la cabeza que venía sino para algo malo, y nunca más tendré paz con él. El
celoso le dijo:
-Señora, no temáis por esto, que lo haré de tal
manera que nunca os dirá una palabra. Dijo entonces la señora:
-Si eso os dice el corazón, estoy de acuerdo.
Y dicha la confesión y recibida la penitencia y
poniéndose en pie, se fue a oír misa. El celoso con su desgracia, resoplando,
se fue a quitarse las ropas de cura y se volvió a casa, deseoso de encontrar el
modo de poder encontrar juntos al cura y a la mujer para jugarles una mala
pasada al uno y al otro. La mujer volvió de la iglesia y bien vio en la cara de
su marido que le había dado las malas pascuas; pero él se ingeniaba cuanto
podía por ocultar lo que había hecho y lo que le parecía saber. Y habiendo
deliberado consigo mismo pasar la noche siguiente junto a la puerta de la calle
y esperar por si venía el cura, dijo a la mujer:
-Esta noche tengo que ir a cenar y a dormir
fuera, y por ello cerraré bien la puerta de la calle y la de mitad de la
escalera y la de la alcoba, y cuando quieras acuéstate. La mujer repuso:
-En buena hora.
Y cuando tuvo tiempo se fue a la abertura e hizo
el signo usado, el cual, al sentirlo Filippo de inmediato vino allí; la mujer
le dijo lo que había hecho por la mañana y lo que el marido le había dicho
después de comer, y luego dijo:
-Estoy segura de que no saldrá de casa sino que
se pondrá de guardia a la puerta, y por ello encuentra el modo de venir esta
noche aquí por el tejado, de manera que estemos juntos. El joven, muy contento
de esto, dijo: -Señora, dejadme hacer.
Venida la noche, el celoso con sus armas se
ocultó silenciosamente en una alcoba del piso bajo. Y la mujer, habiendo hecho
cerrar todas las puertas y máximamente la de mitad de la escalera para que el
celoso no pudiera subir, cuando le pareció oportuno el joven por un camino muy
cauto por su lado se vino, y se fueron a la cama, dándose el uno al otro
satisfacción y buenos ratos; y venido el día, el joven se volvió a su casa.
El celoso, doliente y sin cenar, muriéndose de
frío, casi toda la noche estuvo con sus armas junto a la puerta esperando que
llegase el cura; y acercándose el día, no pudiendo velar más, en la alcoba del
piso bajo se durmió. Luego, cerca de tercia levantándose, estando ya abierta la
puerta de la casa, fingiendo venir de fuera, subió a su casa y almorzó. Y poco
después, mandando un muchachito a guisa del monaguillo del cura que la había
confesado, le preguntó si quien ella sabía había vuelto allí. La mujer, que muy
bien conoció al mensajero, repuso que no había venido aquella noche y que, si así
hacia, podría írsele de la cabeza por más que ella no querría que de la cabeza
se le fuese. ¿Qué debo deciros ahora? El celoso estuvo muchas noches queriendo
coger el cura a la entrada, y la mujer continuamente con su amante pasándoselo
bien. Al final el celoso, que más no podía aguantar, con airado rostro preguntó
a la mujer qué le había dicho al cura la mañana que se había confesado. La
mujer repuso que no quería decírselo porque no era cosa honesta ni conveniente.
El celoso le dijo:
-Mala mujer, a pesar tuyo sé lo que le dijiste, y
tengo que saber quién es el cura de quién estás tan enamorada y que contigo se
acuesta todas las noches por sus ensalmos, o te cortaré las venas. La mujer
dijo que no era verdad que estuviera enamorada de un cura. -¿Cómo? -dijo el
celoso-. ¿No le dijiste esto y esto al cura que te confesó? La mujer dijo:
-No que te lo hubiera contado sino que hubieras
estado presente parece; pero sí que se lo dije. -Pues dime -dijo el celoso-,
quién es ese cura y pronto.
La mujer se echó a reír y dijo:
-Me agrada mucho cuando a un hombre sabio lo
lleva una mujer simple como se lleva a un borrego por los cuernos al matadero;
aunque tú no eres sabio ni lo fuiste desde aquel momento en que dejaste entrar
en el pecho al maligno espíritu de los celos sin saber por qué; y cuanto más
tonto y animal eres mi gloria es menor. ¿Crees tú, marido mío, que soy ciega de
los ojos de la cara como tú lo eres de los de la mente? Cierto que no; y
mirando supe quién fue el cura que me confesó y sé que fuiste tú; pero me
propuse darte lo que andabas buscando y te lo di. Pero si hubieses sido sabio
como crees, no habrías de aquella manera intentado saber los secretos de tu
honrada mujer, y sin sentir vanas sospechas te habrías dado cuenta de que lo que
te confesaba era la verdad sin que en ella hubiera nada de pecado. Te dije que
amaba a un cura; ¿y no eras tú, a quien equivocadamente amo, cura? Te dije que
ninguna puerta de mi casa podía estar cerrada cuando quería acostarse conmigo;
¿y qué puerta te ha resistido alguna vez en tu casa donde allí donde yo
estuviera has querido venir? Te dije que el cura se acostaba conmigo todas las
noches; ¿y cuándo ha sido que no te acostases conmigo? Y cuantas veces me
mandaste a tu monaguillo, tantas sabes, cuantas no estuviste conmigo, te mandé
a decir que el cura no había estado. ¿Qué otro desmemoriado sino tú, que por
los celos te has dejado cegar, no habría entendido estas cosas? ¡Y te has
estado en casa vigilando la puerta y crees que me has convencido de que te has
ido fuera a cenar y a dormir! ¡Vuelve en ti ya y hazte hombre como solías ser y
no hagas hacer burla de ti a quien conoce tus costumbres como yo, y deja esa
severa guarda que haces, que te juro por Dios que si me vinieran ganas de
ponerte los cuernos, si tuvieras cien ojos en vez de dos, me daría el gusto de
hacer lo que quisiera de guisa, que tú no te enterarías! El desdichado celoso,
a quien le parecía haberse enterado muy astutamente del secreto de la mujer, al
oír esto se tuvo por burlado; y sin responder nada tuvo a la mujer por sabia y
por buena, y cuando tenía que ser celoso se despojó de los celos, así como se
los había vestido cuando no tenía necesidad de ellos. Por lo que la discreta
mujer, casi con licencia para hacer su gusto, sin hacer venir a su amante por
el tejado como los gatos sino por la puerta, discretamente obrando luego,
muchas veces se dio con él buenos ratos y alegre vida.
NOVELA SEXTA
Doña Isabela, estando con Leonetto, y siendo
amada por un micer Lambertuccio, es visitada por éste, y vuelve su marido; a
micer Lambertuccio hace salir de su casa puñal en mano, y su marido acompaña
luego a Leonetto .
Maravillosamente había agradado a todos la novela
de Fiameta, afirmando cada uno que la mujer había obrado óptimamente y hecho lo
que convenía a aquel animal de hombre. Pero luego de que hubo terminado, el rey
a Pampínea ordenó que siguiese; la cual comenzó a decir: Son muchos quienes,
hablando como simples, dicen que Amor le quita a uno el juicio y que a los que
aman hace aturdidos. Necia opinión me parece; y bastante las ya dichas cosas lo
han mostrado, y yo intento mostrarlo también.
En nuestra ciudad, copiosa en todos los bienes,
hubo una señora joven y noble y muy hermosa, la cual fue mujer de un caballero
muy valeroso y de bien. Y como muchas veces ocurre que siempre el hombre no
puede usar una comida sino que a veces desea variar, no satisfaciendo a esta
señora mucho su marido, se enamoró de un joven que Leonetto era llamado, muy
amable y cortés, aunque no fuese de gran nacimiento, y él del mismo modo se
enamoró de ella: y como sabéis que raras veces queda sin efecto lo que las dos
partes quieren, en dar a su amor cumplimiento no se interpuso mucho tiempo.
Ahora, sucedió que, siendo esta mujer hermosa y amable, de ella se enamoró
mucho un caballero llamado micer Lambertuccio, al cual ella, porque hombre
desagradable y cargante le parecía, por nada del mundo podía disponerse a
amarlo; pero solicitándola él mucho con embajadas y no valiéndole, siendo
hombre poderoso, la mandó amenazar con difamarla si no hacía su gusto, por la
cual cosa la señora, temiéndolo y sabiendo cómo era, se plegó a hacer su deseo.
Y habiendo la señora (que doña Isabela tenía por nombre) ido, como es costumbre
nuestra en verano, a estarse en una hermosísima tierra suya en el campo,
sucedió, habiendo su marido ido a caballo a algún lugar para quedarse algún
día, que mandó ella a por Lionetto para que viniese a estar con ella; el cual,
contentísimo, fue incontinenti. Micer Lambertuccio, oyendo que el marido de la
señora se había ido fuera, solo, montando a caballo, se fue a donde ella estaba
y llamó a la puerta. La criada de la señora, al verlo, se fue incontinenti a
ella, que estaba en la alcoba con Lionetto y, llamándola, le dijo:
-Señora, micer Lambertuccio está ahí abajo él
solo.
La señora, al oír esto, fue la más doliente mujer
del mundo; pero temiéndole mucho, rogó a Leonetto que no le fuera enojoso
esconderse un rato tras la cortina de la cama hasta que micer Lambertuccio se
fuese.
Leonetto, que no menor miedo de él tenía de lo
que tenía la señora, allí se escondió; y ella mandó a la criada que fuese a
abrir a micer Lambertuccio; la cual, abriéndole y descabalgando él de su
palafrén y atado éste allí a un gancho, subió arriba.
La señora, poniendo buena cara y viniendo hasta
lo alto de la escalera, lo más alegremente que pudo le recibió con palabras y
le preguntó qué andaba haciendo. El caballero, abrazándola y besándola, le
dijo: -Alma mía, oí que vuestro marido no estaba, así que me he venido a estar
un tanto con ella. Y luego de estas palabras, entrando en la alcoba y cerrando
por dentro, comenzó micer Lambertuccio a solazarse con ella.
Y estando así con ella, completamente fuera de
los cálculos de la señora, sucedió que su marido volvió: el cual, cuando la
criada lo vio junto a la casa, corrió súbitamente a la alcoba de la señora y
dijo: -Señora, aquí está el señor que vuelve: creo que está ya en el patio. La
mujer, al oír esto y al pensar que tenía dos hombres en casa (y sabía que el
caballero no podía esconderse porque su palafrén estaba en el patio), se tuvo
por muerta; sin embargo, arrojándose súbitamente de la cama, tomó un partido y
dijo a micer Lambertuccio: -Señor, si me queréis algo bien y queréis salvarme
de la muerte, haced lo que os diga. Cogeréis en la mano vuestro puñal desnudo,
y con mal gesto y todo enojado bajaréis la escalera y os iréis diciendo: «Voto
a Dios que lo cogeré en otra parte»; y si mi marido quisiera reteneros u os
preguntase algo, no digáis nada sino lo que os he dicho, y, montando a caballo,
por ninguna razón os quedéis con él. Micer Lambertuccio dijo que de buena gana;
y sacando fuera el puñal, todo sofocado entre las fatigas pasadas y la ira
sentida por la vuelta del caballero, como la señora le ordenó así hizo. El
marido de la señora, ya descabalgando en el patio, maravillándose del palafrén
y queriendo subir arriba, vio a micer Lambertuccio bajar y asombróse de sus
palabras y de su rostro y le dijo: -¿Qué es esto, señor?
Micer Lambertuccio, poniendo el pie en el estribo
y montándose encima, no dijo sino: -Por el cuerpo de Dios, lo encontraré en
otra parte.
Y se fue.
El gentilhombre, subiendo arriba, encontró a su
mujer en lo alto de la escalera toda espantada y llena de miedo, a la cual
dijo:
-¿Qué es esto? ¿A quién va micer Lambertuccio tan
airado amenazando? La mujer, acercándose a la alcoba para que Leonetto la
oyese, repuso: -Señor, nunca he tenido un miedo igual a éste. Aquí dentro entró
huyendo un joven a quien no conozco y a quien micer Lambertuccio seguía con el
puñal en la mano, y encontró por acaso esta alcoba abierta, y todo tembloroso
dijo: «Señora, ayudadme por Dios, que no me maten en vuestros brazos». Yo me
puse de pie de un salto y al querer preguntarle quién era y qué le pasaba, hete
aquí micer Lambertuccio que venía subiendo diciendo: «¿Dónde estás, traidor?».
Yo me puse delante de la puerta de la alcoba y, al querer entrar él, le detuve;
en eso fue cortés que, como vio que no me placía que entrase aquí dentro,
después de decir muchas palabras se bajó como lo visteis.
Dijo entonces el marido.
-Mujer, hicisteis bien; muy gran deshonra hubiera
sido que hubiesen matado a alguien aquí dentro, y micer Lambertuccio hizo una
gran villanía en seguir a nadie que se hubiera refugiado aquí dentro. Luego
preguntó dónde estaba aquel joven.
La mujer contestó:
-Señor, yo no sé dónde se haya escondido.
El caballero dijo:
-¿Dónde estás? Sal con confianza.
Leonetto, que todo lo había oído, todo miedoso
como quien miedo había pasado de verdad, salió fuera del lugar donde se había escondido.
Dijo entonces el caballero:
-¿Qué tienes tú que ver con micer Lambertuccio?
El joven repuso:
-Señor, nada del mundo; y por ello creo
firmemente que no esté en su juicio o que me haya tomado por otro, porque en
cuanto me vio no lejos de esta casa, en la calle, echó mano al puñal y dijo:
«Traidor, ¡muerto eres!». Yo no me puse a preguntarle que por qué razón sino
que comencé a huir cuanto pude y me vine aquí, donde, gracias a Dios y a esta
noble señora, me he salvado. Dijo entonces el caballero:
-Pues anda, no tengas ningún miedo; te pondré en
tu casa sano y salvo, y luego entérate bien de lo que tienes que ver con él.
Y en cuanto hubieron cenado, haciéndole montar a
caballo, se lo llevó a Florencia y lo dejó en su casa; el cual, según las
instrucciones recibidas de la señora, aquella misma noche habló con micer
Lambertuccio ocultamente y con él se puso de acuerdo de tal manera que, por
mucho que se hablase de aquello después, nunca por ello se enteró el caballero
de la burla que le había hecho su mujer.
NOVELA SÉPTIMA
Ludovico descubre a doña Beatriz el amor que le
tiene, la cual manda a Egano, su marido, a un jardín vestido como ella y se
acuesta con Ludovico; el cual, luego, levantándose, va y apalea a Egano en el
jardín .
Esta invención de doña Isabela contada por
Pampínea fue por todos los de la compañía tenida por maravillosa; pero
Filomena, a quien el rey había ordenado que siguiese, dijo: Amorosas señoras,
si no estoy engañada, creo que contaré una no menos buena, y prestamente.
Debéis saber que en París vivió un hombre noble florentino, el cual, por su
pobreza, se había hecho mercader, y le había ido tan bien con el comercio que
se había hecho en él riquísimo; y tenía de su mujer un solo hijo al que había
llamado Ludovico. Y para que a la nobleza del padre y no al comercio saliese,
no lo había el padre querido poner en ningún negocio sino que lo había puesto
con otros hombres nobles al servicio del rey de Francia, donde muchas buenas
maneras y buenas cosas había aprendido. Y estando allí, sucedió que ciertos
caballeros que volvían del Sepulcro, mezclándose en una conversación de los
jóvenes entre los que estaba Ludovico, y oyéndolos razonar entre sí sobre las
damas hermosas de Francia y de Inglaterra y de otras partes del mundo, comenzó
uno de ellos a decir que ciertamente de cuanto mundo él había recorrido y de
cuantas mujeres había visto, nunca una hermosura semejante a la mujer de Egano
de los Galluzzi de Bolonia, llamada doña Beatriz, había visto; en lo que todos
sus compañeros que junto con él la habían visto en Bolonia, concordaron, 1a
cual cosa escuchando Ludovico, que todavía no se había enamorado de ninguna, se
inflamó en tanto deseo de verla que en otra cosa no podía fijar el pensamiento;
y del todo dispuesto a ir hasta Bolonia a verla, y allí quedarse si a ella le
placía, dio a entender a su padre que quería ir al Sepulcro, lo que consiguió
con gran dificultad. Poniéndose, pues, de nombre Aniquino, llegó a Bolonia, y
como quiso la fortuna, al día siguiente vio a esta señora en una fiesta, y con
mucho le pareció más hermosa de lo que pensado había; por lo que, enamorándose
ardentísimamente de ella, se propuso no irse nunca de Bolonia si no conseguía
su amor. Y pensando en qué camino debía seguir para ello, dejando cualquier
otro decidió que, si pudiera hacerse criado del marido de ella, que tenía
muchos, por acaso podría sucederle lo que deseaba. Vendidos, pues, sus
caballos, y colocados sus criados de manera que estaban bien, habiéndoles ordenado
que fingiesen no conocerlo, habiendo hecho amistad con su posadero, le dijo que
de buena gana entraría como servidor de algún señor de bien, si alguno pudiese
encontrar; al cual dijo el posadero: -Tú eres propiamente un sirviente que
debía de ser muy apreciado por un hombre noble de esta tierra que tiene por
nombre Egano, el cual tiene muchos, y todos los quiere aparentes como eres tú;
yo le hablaré de ello.
Y como dijo, así lo hizo; y antes que se separase
de Egano, hubo colocado con él a Aniquino, el cual le agradó lo más que podía
ser. Y viviendo con Egano y teniendo oportunidades de ver con mucha frecuencia
a su gobierno, tan bien y tan de grado comenzó a servir a Egano que éste le
tomó tanto amor que sin él no sabía hacer ninguna cosa; y no solamente de sí
sino de todas las cosas le había encomendado el gobierno. Sucedió un día que,
habiendo ido Egano de cetrería y quedándose Aniquino en casa, doña Beatriz, que
de su amor no se había apercibido todavía por mucho que para sí misma,
mirándole a él y a sus maneras, muchas veces le había elogiado y le agradase,
se puso con él a jugar al ajedrez; y Aniquino, que agradarle deseaba, muy
diestramente se dejaba vencer; de lo que la señora hacía maravillosas fiestas .
Y habiéndose apartado de mirarlos jugar todas las damas de la señora y
dejándolos jugando solos, Aniquino lanzó un grandísimo suspiro.
La señora, mirándolo, dijo:
-¿Qué tienes, Aniquino? ¿Tanto te duele que te
venza?
-Señora -repuso Aniquino-, mucho mayor cosa que
lo es ésta fue la razón de mi suspiro. Dijo entonces la señora:
-¡Ah! Dímela, si me quieres bien.
Cuando Aniquino se oyó rogar «si la quería bien»
por quien sobre todas las cosas amaba, lanzó uno mucho mayor de lo que lo había
sido el primero; por lo que la señora otra vez le rogó que le pluguiese decirle
cuál era la razón de sus suspiros.
A quien Aniquino dijo:
-Señora, mucho temo que os sea molesta si os la
digo y además temo que la digáis a otra persona. A quien la señora dijo:
-Por cierto que no me será enojoso; y estate
seguro de esto, que nada que tú me digas, sino cuando te plazca, le diré a
nadie nunca.
Entonces dijo Aniquino:
-Puesto que así me lo prometéis, os lo diré.
Y con las lágrimas en los ojos le dijo quién era
él, lo que de ella había oído y dónde, y cómo de ella se había enamorado y cómo
venido, y por qué había entrado como servidor del marido; y luego, humildemente
le rogó que si podía ser le pluguiera tener piedad de él y complacerle en este
su secreto y tan ferviente deseo; y que, si esto no quería hacer, que, dejándolo
estar en el traje en que estaba, le permitiese amarla. ¡Oh, singular dulzura de
la sangre boloñesa, que digna de alabanza has sido siempre en tales casos!
Nunca te enorgulleciste de las lágrimas y los suspiros y continuamente has sido
sensible a las súplicas, y a los amorosos deseos doblegable; si yo tuviera
dignas loas para alabarte, nunca saciada se vería mi voz. La noble señora, al
hablar Aniquino, le miraba; y dando plena fe a sus palabras, con tanta fuerza
recibió por sus ruegos el amor en la mente, que también ella comenzó a
suspirar, y luego de algún suspiro repuso:
-Dulce Aniquino mío, ten buen ánimo: ni dones ni
promesas ni cortejar de nobles ni de señor alguno ni de ningún otro (que he
sido y soy cortejada por muchos) nunca pudo mover mi ánimo tanto que amase a
alguno; pero tú en tan poco tiempo como han durado tus palabras me has hecho
más tuya que lo soy mía. Juzgo que óptimamente has ganado mi amor, y por ello
te lo doy y te prometo que te haré gozar de él antes de que termine esta noche
que viene. Y para que esto tenga lugar, hacia la medianoche vendrás a mi
alcoba; yo dejaré la puerta abierta; sabes de qué lado de la cama duermo yo;
vendrás allí y si durmiere, tócame hasta que me despierte, y te consolaré de
tan largo deseo como has sentido; y para que lo creas quiero darte un beso en
prenda.
Y echándole un brazo al cuello, amorosamente lo
besó, y Aniquino a ella. Dichas estas cosas, Aniquino, dejando a la señora, se
fue a hacer algunas de sus obligaciones, esperando con la mayor alegría del
mundo que llegase la noche. Egano volvió de la caza, y cuando hubo cenado, como
estaba cansado se fue a dormir, y la señora tras él; y como había prometido
dejó la puerta de la alcoba abierta; a la cual, a la hora que le había sido
dicha, vino Aniquino y calladamente entrando en la alcoba y volviendo a cerrar
la puerta por dentro, del lado donde dormía la señora se fue, y poniéndole la
mano en el pecho la encontró que no dormía. La cual, como sintió llegar a
Aniquino, tomando su mano con las dos suyas y sujetándolo fuerte, dándose
vueltas en la cama tanto hizo que despertó a Egano que dormía; al cual dijo:
-No quise decirte nada anoche porque me pareciste cansado; pero dime, así te
guarde Dios, Egano, ¿a cuál tienes tú por el mejor criado y el más leal, y quién
amas más, de los que tienes en casa? Repuso Egano:
-¿Qué es eso, mujer, qué me preguntas? ¿No lo
sabes? No hay ni ha habido nunca ninguno de quien tanto me fiase o me fíe o
ame, cuanto me fío y amo a Aniquino. Pero ¿por qué me lo preguntas? Aniquino,
sintiendo despierto a Egano y oyendo hablar de él, había muchas veces tirado de
la mano hacia sí para irse, temiendo mucho que la señora quisiese engañarle;
pero ésta lo había sujetado y lo sujetaba de manera que no había podido
alejarse ni podía.
La señora repuso a Egano, y dijo:
-Yo te lo diré. Yo creía que era que fuese como
tú dices y que más fiel que ninguno otro te fuera; pero me ha engañado, porque
cuando te fuiste hoy de cetrería, él se quedó aquí, y cuando le pareció
oportuno no se avergonzó de pedirme que consintiera en hacer su gusto; y yo,
para que esta cosa no necesitase probarte con demasiadas pruebas, y para
hacértelo tocar y ver, repuse que me parecía bien y que esta noche, pasada la
medianoche, iré al jardín nuestro y le esperaré al pie del pino. Ahora, en
cuanto a mi yo no entiendo ir allí, pero si tienes ganas de conocer la
fidelidad de tu criado, puedes fácilmente, poniéndote encima una de mis sayas y
en la cabeza un velo, ir allá abajo a esperar si viene, que estoy segura de que
sí. Egano, oyendo esto, dijo:
-Por cierto que conviene que lo vea.
Y levantándose como mejor pudo en la oscuridad,
se puso una saya de la señora en la cabeza, y se fue al jardín y al pie de un
pino se puso a esperar a Aniquino. La señora, como lo sintió levantado y fuera
de la alcoba, se levantó y cerró la puerta por dentro. Aniquino, que el mayor
miedo que nunca había sentido sintió, y que cuanto podía se había esforzado en
salir de las manos de la señora y cien mil veces a ella y a su amor y a sí
mismo, que confiado se había, había maldito, oyendo lo que al final había
hecho, fue el hombre más feliz que nunca hubo; y habiendo la señora vuelto a la
cama, como quiso ella, como ella se desnudó, y juntos se solazaron y
disfrutaron por buen espacio de tiempo.
Luego, no pareciendo a la señora que Aniquino
debiese quedarse más, lo hizo levantarse y volver a vestirse, y así le dijo:
-Dulces labios míos, coge un buen bastón y vete
al jardín, y fingiendo haberme requerido para tentarme, como si fuese yo misma,
dirás insultos a Egano y me lo sacudirás bien con el bastón, porque de ello se
seguirá luego maravilloso deleite y placer.
Levantándose Aniquino y yendo al jardín con una
vara de sauce en la mano, cuando llegó junto al pino y Egano lo vio venir, y
levantándose como si quisiese recibirlo con grandísima fiesta, le salió al
encuentro; al cual dijo Aniquino:
-¡Ay, mala mujer, así que has venido! ¿Y has
creído que yo quisiera o quiero a mi señor hacerle esta afrenta? ¡Seas mil
veces mal venida!
Y alzando el bastón, comenzó a sacudirlo.
Egano, al oír esto y ver el bastón, sin decir
palabra comenzó a huir, y tras él Aniquino, siempre diciendo:
-Fuera, que Dios te dé malahora, mala mujer, que
por cierto que mañana se lo diré a Egano. Egano, habiendo recibido dos de las
buenas, lo antes que pudo se volvió a la alcoba; al cual preguntó la señora si
Aniquino había venido al jardín.
Egano dijo:
-Así no hubiera ido, porque creyendo que eras tú
me ha molido con un bastón y dicho las mayores injurias que nunca se han dicho
a una mala mujer. Y así yo me maravillaba mucho de que él te hubiese dicho
aquellas palabras con ánimo de hacer algo que fuese en vergüenza mía; sino que
porque te vio tan alegre y cordial, quiso probarte.
-Entonces -dijo la señora-, alabado sea Dios
porque a mí me ha probado con palabras y a ti con obras; y creo que podría
decir que yo soporto con más paciencia las palabras que tú las obras. Mas
puesto que tal lealtad te tiene, hay que tenerlo en estima y honrarle.
Egano dijo:
-Por cierto que dices la verdad.
Y basándose en aquello, era de la opinión de que
tenía la mujer más leal y el más fiel servidor que nunca había tenido un noble;
por la cual cosa, como luego muchas veces con Aniquino, éste y la señora riesen
de este hecho, Aniquino y la señora tuvieron mucha más facilidad de la que por
ventura habrían tenido para hacer aquello que les daba deleite y placer
mientras que a Aniquino le plugo quedarse con Egano en Bolonia.
NOVELA OCTAVA
Uno siente celos de la mujer, y ella, atándose
una cuerda a un dedo por la noche, siente llegar a su amante, el marido se da
cuenta, y, mientras persigue al amante, la mujer pone en el lugar suyo en la
cama a otra mujer, a quien el marido pega y corta las trenzas, y luego va a
buscar a sus hermanos; los cuales, encontrando que aquello no era verdad, le
injurian .
Extrañamente maliciosa parecía a todos que doña
Beatriz había sido al burlarse de su marido y todos afirmaban que el miedo de
Aniquino debía de haber sido muy grande cuando, sujetándolo fuertemente la
señora, la oyó decir que él le había requerido de amores.
Pero luego de que el rey vio callarse a Filomena,
volviéndose hacia Neifile, dijo: -Decid vos.
La cual, sonriendo primero un poco, comenzó:
Hermosas señoras, gran peso me incumbe si quiero
con una buena historia daros gusto como os lo han dado aquellas que antes han
hablado; del cual, con la ayuda de Dios, espero descargarme asaz bien. Debéis,
pues, saber que en nuestra ciudad hubo un riquísimo mercader llamado Arriguccio
Berfinghieri , el cual neciamente, tal como ahora hacen cada día los
mercaderes, pensó ennoblecerse por su mujer y tomó a una joven señora noble
(que mal le convenía) cuyo nombre fue doña Sismonda. La cual, porque él tal
como hacen los mercaderes andaba mucho de viaje y poco estaba con ella, se
enamoró de un joven llamado Roberto que largamente la había cortejado; y
habiendo llegado a tener intimidad con él, y teniéndola menos discretamente
porque sumamente le deleitaba, sucedió (o porque Arriguccio oyese algo o como
quiera que fuese) que se hizo el hombre más celoso del mundo y dejó de ir de
viaje y todos sus demás negocios, y toda su solicitud la había puesto en
guardar bien a aquélla, y nunca se hubiera dormido si no la hubiese sentido
antes meterse en la cama; por la cual cosa la mujer sintió grandísimo dolor,
porque de ninguna guisa podía estar con su Roberto. Pero habiendo dedicado
muchos pensamientos a encontrar algún modo de estar con él, y siendo también
muy solicitada por él, le vino el pensamiento de hacer de esta manera: que,
como fuese que su alcoba daba a la calle y ella se había dado cuenta muchas
veces de que a Arriguccio le costaba mucho dormirse, pero que después dormía
profundísimamente, ideó hacer venir a Roberto a la puerta de su casa a medianoche
e ir a abrirle y estarse con él mientras su marido dormía profundamente. Y para
sentir ella cuándo llegaba de guisa que nadie se apercibiese, inventó echar una
cuerdecita fuera de la ventana de la alcoba que por uno de los extremos llegase
cerca del suelo, y el otro extremo bajarlo hasta el pavimento y llevarlo hasta
su cama, y meterlo bajo las ropas, y cuando ella estuviese en la cama atárselo
al dedo gordo del pie; y luego, mandando decir esto a Roberto, le ordenó que,
cuando viniera, tirase de la cuerda y ella, si su marido durmiese, lo soltaría
e iría a abrirle, y si no durmiese, lo cogería y lo tiraría hacia sí, a fin de
que él no esperase. La cual cosa plugo a Roberto; y habiendo ido muchas veces,
alguna le sucedió estar con ella y alguna no.
Por último, continuando con este artificio de esa
manera, sucedió una noche que, durmiendo la señora, y estirando Arriguccio el
pie por la cama, dio con este cordel; por lo que, llevando a él la mano y
encontrándolo atado al pie de su mujer, se dijo a sí mismo: «Por cierto que
esto debe ser algún engaño».
Y dándose cuenta luego de que el cordel salía por
la ventana lo tuvo por cierto; por lo que cortándolo quedamente del dedo de la
mujer, lo ató al suyo, y estuvo atento para ver qué quería decir esto. No mucho
después vino Roberto, y tirando del cordel como acostumbraba, Arriguccio lo
sintió; y no habiendo sabido atárselo bien, y habiendo Roberto tirado
fuertemente y habiéndose quedado con el cordel en la mano, entendió que debía
esperar; y así hizo.
Arriguccio, levantándose prestamente y cogiendo
sus armas, corrió a la puerta para ver quién era aquél y para hacerle daño.
Ahora, Arriguccio era, aunque fuese mercader, un hombre fiero y fuerte; y
llegado a la puerta, y no abriéndola suavemente como solía hacer la mujer, y
Roberto, que esperaba, sintiéndolo, se dio cuenta que era quien era, es decir,
que quien abría la puerta era Arriguccio; por lo que prestamente comenzó a huir
y Arriguccio a perseguirlo. Hasta que por fin habiendo Roberto huido un gran
trecho y no cesando él de seguirlo, estando también Roberto armado, sacó la
espada y se volvió hacia él, y comenzaron el uno a querer herir al otro y a
defenderse.
La mujer, al abrir Arriguccio la alcoba,
desvelándose y encontrándose cortado el cordel del dedo, incontinenti se dio
cuenta de que su engaño estaba descubierto; y sintiendo que Arriguccio había
corrido tras de Roberto, levantándose prestamente, dándose cuenta de lo que
podía suceder, llamó a su criada, la cual sabía todo, y tanto le rogó que la
puso en su lugar en la cama, rogándole que, sin darse a conocer, los golpes que
le diera Arriguccio recibiese pacientemente porque ella se los devolvería con
tamaña recompensa que no tendría razón de quejarse.
Y apagada la luz que en la alcoba ardía, se fue
de allí y, escondida en un lugar de la casa, se puso a esperar lo que iba a
suceder. Siguiendo la riña entre Arriguccio y Roberto, los vecinos del barrio,
sintiéndola y levantándose, comenzaron a insultarlos, y Arriguccio, por temor a
ser reconocido, sin haber podido saber quién fuese el joven ni herirlo de
alguna manera, airado y de mal talante, dejándolo en paz, se fue hacia su casa;
y llegando a la alcoba, airadamente comenzó a decir: -¿Dónde estás, mala mujer?
¡Has apagado la luz para que no te encuentre, pero te equivocas! Y yendo a la
cama, creyendo coger a la mujer, cogió a la criada, y cuando pudo menear las
manos y los pies tantos puñetazos y tantas patadas le dio que le marcó toda la
cara, y por último le cortó los cabellos, diciéndole siempre las mayores injurias
que jamás se han dicho a una mala mujer. La criada lloraba mucho como quien
tenía de qué, y aunque alguna vez dijese: «¡Ay! ¡Por el amor de Dios!» o
«¡Basta!», estaba la voz tan rota por el llanto y Arriguccio tan ciego de furor
que no podía distinguir que aquélla fuese de otra mujer que la suya.
Apaleándola, pues, con todo derecho y cortándole
los cabellos, como decimos, dijo: -Mala mujer, no entiendo tocarte de otro
modo, sino que iré a por tus hermanos y les contaré tus buenas obras; y luego
que vengan a por ti y que hagan lo que crean que corresponde a su honor y te
lleven de aquí, que en esta casa ten por cierto que no estarás nunca más. Y
dicho esto, saliendo de la alcoba, la cerró por fuera y se fue él solo. Cuando
doña Sismonda, que todo había oído, sintió que el marido se había ido, abrió la
alcoba y, encendida la luz, encontró a su criada toda machacada que lloraba
fuertemente; a la cual, como mejor pudo la consoló y la llevó a su alcoba,
donde después ocultamente haciéndola cuidar y curar, tanto con lo de Arriguccio
mismo la recompensó que ella se tuvo por contenta. Y cuando a la criada hubo
llevado a su alcoba, rápidamente hizo la cama de la suya y la arregló toda y la
puso en orden, como si ninguna persona se hubiera acostado allí esa noche, y volvió
a encender la lámpara, y se vistió y arregló, como si todavía no se hubiese
acostado; y encendiendo un candil y tomando sus telas, se fue a sentar arriba
de la escalera y se puso a coser y a esperar en qué paraba aquello.
Arriguccio, al salir de su casa, lo antes que
pudo se fue a la casa de los hermanos de la mujer, y allí tantos golpes dio que
le sintieron y le abrieron. Los hermanos de la mujer, que eran tres, y su
madre, sintiendo que era Arriguccio se levantaron todos, y haciendo encender
las luces vinieron a su encuentro y le preguntaron qué iba buscando a aquella
hora y tan solo. A quienes Arriguccio, empezando con el cordel que había
encontrado atado al dedo del pie de doña Sismonda hasta lo último que
encontrado y hecho había, se lo contó; y para darles entero testimonio de lo
que había hecho, los cabellos que creía haberle cortado a su mujer se los puso
en las manos, añadiendo que viniesen a por ella y que le hiciesen lo que
creyeran que correspondía a su honor, porque él no pensaba tenerla más en casa.
Los hermanos de la mujer, muy enojados de lo que habían oído y teniéndolo por
cierto, contra ella enardecidos, hechas encender antorchas, con intención de
jugarle una mala partida, con Arriguccio se pusieron en camino y fueron a su
casa. Lo que viendo su madre, llorando comenzó a seguirlos, ora a uno ora al
otro rogando que no creyesen aquellas cosas tan súbitamente sin ver ni saber
nada más, porque el marido podía por alguna razón estar enojado con ella y
haberle hecho daño, y ahora decirles aquello en excusa de sí mismo, diciendo
además que ella se maravillaba mucho de cómo podía haber sucedido aquello
porque conocía bien a su hija, como quien la había criado desde pequeñita, y
muchas otras cosas semejantes.
Llegados, pues, a casa de Arriguccio y entrando
dentro, comenzaron subir las escaleras; y oyéndolos venir doña Sismonda, dijo:
-¿Quién anda ahí?
A quien uno de los hermanos repuso:
-Bien lo sabrás tú, mala mujer, quién es.
Dijo entonces doña Sismonda:
-¿Pero qué querrá decir esto? ¡Señor, ayúdame! -Y
poniéndose en pie, dijo-: Hermanos míos, sed bien venidos; ¿qué andáis buscando
a esta hora los tres aquí dentro? Ellos, habiéndola visto sentada y cosiendo y
sin ninguna marca en el rostro de haber sido golpeada, cuando Arriguccio había
dicho que la había dejado machacada, algo al primer embite se maravillaron y
refrenaron el ímpetu de su ira, y le preguntaron que cómo había sido aquello de
lo que Arriguccio se quejaba de ella, amenazándola mucho si no les decía todo.
La mujer dijo:
-No sé qué deba deciros, ni de qué tenga que
haberse quejado de mí Arriguccio. Arriguccio, al verla, la miraba como
estupidizado, acordándose de que le había dado tal vez mil puñetazos en la cara
y la había arañado y le había hecho todas las maldades del mundo, y ahora la
veía como si no hubiera pasado nada de aquello. En resumen, los hermanos le
dijeron lo que Arriguccio les había dicho del cordel y de los golpes y de todo.
La mujer, volviéndose a Arriguccio, dijo:
-¡Ay, marido mío! ¿Qué es lo que oigo? ¿Por qué
haces tenerme por mala mujer para tu gran vergüenza, cuando no lo soy, y a ti
por hombre malo y cruel, que no eres? ¿Y cuándo has estado esta noche en casa,
no ya conmigo? ¿O cuándo me pegaste? En cuanto a mí, no me acuerdo. Arriguccio
comenzó a decir:
-¿Cómo, mala mujer, no nos fuimos a la cama
juntos anoche? ¿No he vuelto luego, después de haber estado corriendo tras tu
amante? ¿No te he dado muchos golpes y cortado los cabellos? La mujer repuso:
-En esta casa no te acostaste anoche tú, pero
dejemos esto, que no puedo dar otro testimonio que mis palabras verdaderas, y
vengamos a lo que dices que me pegaste, y cortaste los cabellos. A mí no me has
pegado nunca, y cuantos hay aquí y tú también, fijaos en mí, si en todo el
cuerpo tengo alguna señal de paliza; ni te aconsejaría que fueses tan atrevido
que me pusieses la mano encima que, por la cruz de Cristo te abofetearía. Ni
tampoco me cortaste los cabellos, que yo lo haya sentido o lo haya visto, pero
tal vez lo hiciste sin que me diese cuenta; déjame ver si los tengo cortados o
no. Y quitándose los velos de la cabeza, mostró que cortados no los tenía, sino
enteros; las cuales cosas viendo y oyendo los hermanos y la madre, comenzaron a
decirle a Arriguccio: -¿Qué dices, Arriguccio? Esto no es ya lo que nos viniste
a decir que habías hecho; y no sabemos cómo puedes probar lo que queda.
Arriguccio estaba como quien soñase, y quería
hablar; pero viendo que lo que creía que podía probar no era así, no se atrevía
a decir nada.
La mujer, volviéndose a sus hermanos, dijo:
-Hermanos míos, veo que ha andado buscando que yo
haga lo que no querría haber hecho nunca, esto es, que os cuente sus miserias y
su maldad; y lo haré. Creo firmemente que lo que os ha contado le haya pasado,
y oíd cómo. Este hombre de pro, a quien por mi mal me disteis por mujer, que se
dice mercader y que quiere ser respetado y que debería tener más templanza que
un religioso y más honestidad que una doncella, pocas son las noches que no
vaya emborrachándose por las tabernas, y ahora con esta mala mujer, ahora con
aquélla enredándose; y a mí se me hace hasta medianoche y a veces hasta el
amanecer esperándole de la manera que me habéis encontrado. Estoy segura de
que, estando bien borracho, se fue a la cama con alguna mujerzuela y a ella, al
despertarse, le encontró el cordel en el pie y luego hizo todas esas gallardías
que dice, y por último volvió a ella y la pegó y le cortó los cabellos; y no
habiendo vuelto en sí todavía, se creyó, y estoy segura de que lo cree todavía,
que estas cosas me las había hecho a mí; y si os fijáis bien en su cara,
todavía está medio borracho. Pero sea lo que haya dicho de mí, no quiero que se
lo toméis en cuenta más que como a un borracho; y que como yo le perdono lo
perdonéis vosotros también. Su madre, oyendo estas palabras, comenzó a
alborotarse y a decir: -Por la cruz de Cristo, hija mía, eso no debía hacerse
sino que debía matarse a ese perro fastidioso y desconsiderado, que no es digno
de tener una tal moza como tú. ¡Bueno está! ¡Ni aunque te hubiese recogido del
fango! Mal rayo le parta si debes aguantar las podridas palabras de un
comerciantucho en heces de burro que vienen del campo y salen de las pocilgas
vestidos de pardillo con las calzas de campana y con la pluma en el culo y en
cuanto tienen tres sueldos quieren a las hijas de los gentileshombres y de las
buenas damas por mujeres, y usan armas y dicen: «Soy de los tales» y «Los de mi
casa hicieron esto». Bien querría que mis hijos hubiesen seguido mi consejo,
que tan honorablemente te podían colocar en casa de los condes Guido por un
pedazo de pan ; y en cambio quisieron darte esta valiosa joya que, siendo tú la
mejor moza de Florencia y la más honesta, no se ha avergonzado de decir a
medianoche que eres una puta, como si no te conociésemos; pero a fe que si me
hiciesen caso se le haría un escarmiento que lo pudriese. -Y volviéndose a sus
hijos, dijo-: Hijos, bien os decía yo que esto no podía ser. ¿Habéis oído cómo
vuestro cuñado trata a vuestra hermana, ese comerciantuelo de cuatro al cuarto?
Que, si yo fuese vosotros, habiendo dicho lo que ha dicho de ella y haciendo lo
que hace, no estaría contenta ni satisfecha mientras no lo hubiera quitado de
en medio; y si yo fuese hombre en vez de mujer no querría que otro en mi lugar
lo hiciese. ¡Señor, haz que le pese, borracho asqueroso que no tiene vergüenza!
Los jóvenes, vistas y oídas estas cosas,
volviéndose a Arriguccio le dijeron las mayores injurias que nunca se le han
dicho a ningún malvado, y por último dijeron: -Te perdonamos ésta porque estás
borracho, pero cuida de que en toda tu vida de aquí en adelante no oigamos más
noticias de éstas, que si alguna nos viene a los oídos por cierto que nos la
pagarás por ésta y por aquélla.
Y dicho esto, fueron.
Arriguccio, que se quedó como estúpido, no
sabiendo él mismo si lo que había hecho era verdad o si lo había soñado, sin
decir una palabra más dejó a su mujer en paz; la cual no solamente con su
sagacidad escapó al peligro inminente sino que se abrió el camino para poder
hacer en el tiempo por venir todos sus gustos sin tener miedo al marido nunca
más.
NOVELA NOVENA
Lidia, mujer de Nicostrato, ama a Pírro, el cual,
para poder creerla, le pide tres cosas, todas las cuales ella le hace, y además
de esto, en presencia de Nicostrato se solaza con él y a Nicostrato hace creer
que no es verdad lo que ha visto .
Tanto había agradado la historia de Neifile que
ni de reírse ni de hablar de ella podían dejar las señoras, aunque el rey
muchas veces silencio les hubiera ordenado, habiendo mandado a Pánfilo que la
suya contase; pero luego que callaron, así comenzó Pánfilo: No creo yo,
reverendas señoras, que haya nada por grave y peligroso que sea, que a hacer no
se atreva quien ardientemente ama; la cual cosa, aunque haya sido probada en
muchas historias, no por ello creo que dejaré de probar mejor con una que
entiendo contaros, donde oiréis sobre una señora que en sus obras tuvo mucho
más favorable la fortuna que sensato el juicio. Y por ello no aconsejaría a
ninguna que las huellas de quien hablar entiendo se arriesgase a seguir, porque
no siempre la fortuna está dispuesta de un modo, ni todos los hombres del mundo
son ofuscados igualmente.
En Argos, ciudad antiquísima de Acaya, por sus
antiguos reyes mucho más famosa que grande, hubo un hombre noble el cual fue
llamado Nicostrato, a quien ya cercano a la vejez la fortuna concedió por mujer
a una gran señora no menos osada que hermosa, llamada por nombre Lidia. Tenía
éste, como hombre noble y rico, muchos criados y perros y aves de caza, y
grandísimo deleite sentía en las cacerías; y tenía entre sus otros domésticos
un jovencito cortés y adornado y hermoso de cuerpo y diestro en cualquier cosa
que hubiera querido hacer, llamado Pirro, a quien Nicostrato más que a ningún
otro amaba y mucho se fiaba de él. De éste, Lidia se enamoró ardientemente,
tanto que ni de día ni de noche podía tener el pensamiento en otra parte sino
en él; del cual amor, o que Pirro no se apercibiese o que no lo quisiese, nada
mostraba preocuparse. De lo que la señora un dolor intolerable llevaba en el
ánimo; y del todo dispuesta a hacérselo saber llamó a una camarera suya llamada
Lusca, en la cual confiaba mucho, y le dijo así: -Lusca, los beneficios que has
recibido de mí te deben hacer obediente y fiel, y por ello cuida de que lo que
ahora voy a decirte, ninguna persona lo oiga nunca sino aquel a quien yo te
ordene. Como ves, Lusca, yo soy mujer joven y fresca, y llena y colmada de
todas las cosas que cualquiera puede desear, y en resumen, excepto de una, no
puedo quejarme; y ésta es que los años de mi marido son demasiados si se miden
con los míos, por la cual cosa, de aquello de que las mujeres jóvenes más
disfrutan vivo poco contenta; y sin embargo, deseándolo como las otras, hace
mucho tiempo que deliberé no querer (si la fortuna me ha sido poco amiga al darme
tan viejo marido) ser yo enemiga de mí misma al no saber encontrar manera a mis
deleites y mi salvación. Y para tenerlos tan satisfecho en esto como en las
demás cosas, he tomado el partido de querer, como más digno de ello que ninguno
otro, que nuestro Pirro con sus brazos los supla, y he puesto en él tanto amor
que nunca me siento bien sino cuando lo veo o pienso en él; y si sin él, y sin
tardanza no me reúno con él, ciertamente creo que me moriré. Y por ello, si mi
vida te es cara, por el medio que mejor te parezca le significarás mi amor y
también le rogarás de mi parte que le plazca venir a mí cuando tú vayas a
buscarle.
La camarera dijo que lo haría de buen grado; y
cuando primero le parecieron tiempo y lugar oportunos, llevando a Pirro aparte,
cuanto mejor supo, la embajada le dio de su señora. La cual cosa, oyendo Pirro,
se maravilló mucho, como quien nunca de nada se había apercibido, y temió que
la señora quisiera decírselo por probarlo; por lo que súbita y rudamente
repuso:
-Lusca, no puedo creer que estas palabras vengan
de mi señora, y por ello cuida lo que dices; y si viniesen de ella, no creo que
con ánimo de cumplirlas sea; pero si con ese ánimo las dijese, mi señor me
honra más de lo que merezco; no le haré tal ultraje por mi vida, y tú cuida de
no hablarme de tales cosas. Lusca, no asustada por sus duras palabras, le dijo:
-Pirro, de éstas y de cualquiera otra cosa que mi
señora me ordene te hablaré cuantas veces ella me lo encomiende, te sea gustoso
o molesto; pero eres un animal. Y enfadada, con las palabras de Pirro se volvió
a la señora, la cual, al oírlas deseó morir; y luego de algunos días volvió a
hablar a la camarera y dijo:
-Lusca, sabes que con el primer golpe no cae la
encina; por lo que me parece que vuelvas de nuevo a aquel que en mi perjuicio
inusitadamente quiere ser leal, y hallando tiempo conveniente, muéstrale
enteramente mi ardor e ingéniate en todo en hacer que la cosa tenga efecto,
porque si así se dejase, yo me moriré y él se creería que había sido por
probarlo; y de lo que buscamos que es su amor se seguiría odio. La camarera
consoló a la señora y, buscando a Pirro, lo encontró alegre y bien dispuesto, y
así le dijo: -Pirro, yo te mostré pocos días ha en qué gran fuego tu señora y
mía está por el amor que te tiene, y ahora otra vez te lo repito, que si tú en
la dureza que el otro día mostraste sigues, vive seguro de que vivirá poco; por
lo que te ruego que te plazca consolarla en su deseo; y si en tu obstinación
continuases emperrado, cuando yo por sabio te tenía, te tendré por un
bobalicón. ¿Qué gloria puede serte mayor que una tal señora, tan hermosa, tan
noble, tan rica, te ame sobre todas las cosas? Además de esto, ¡cuán obligado
debes sentirte a tu fortuna pensando que te ha puesto delante tal cosa, para
los deleites de tu juventud apropiada, y aun semejante refugio para tus
necesidades! ¿Qué semejante tuyo conoces que en cuanto a deleite esté mejor que
tú estarás, si eres sabio? ¿Cuál otro encontrarás que en armas, en caballos, en
ropas y en dineros pueda estar como tú estarás, si quieres concederle tu amor?
Abre, pues, el ánimo a mis palabras y vuelve en ti; acuérdate de que puede
suceder sólo una vez que la fortuna salga a tu encuentro con rostro alegre y
con los brazos abiertos; la cual, quien entonces no sabe recibirla, al hallarse
luego pobre y mendigo, de sí mismo y no de ella debe quejarse. Y además de
esto, no se debe la misma lealtad usar entre los servidores y los señores que
se usa entre los amigos y los parientes; tal deben tratarlos los servidores, en
lo que pueden, como son tratados por ellos. ¿Esperas tú, si tuvieses mujer
hermosa o madre o hija o hermana que gustase a Nicostrato, que él iba a
tropezar en la lealtad que quieres tú guardarle con su mujer? Necio eres si lo
crees; ten por cierto que si las lisonjas y los ruegos no bastasen, fuera lo
que fuese lo que pudiera parecerte, usaría la fuerza. Tratemos, pues, a ellos y
a sus cosas como ellos nos tratan a nosotros y a las nuestras; toma el
beneficio de la fortuna, no la alejes; sal a su encuentro y recíbela cuando
viene, que por cierto si no lo haces, dejemos la muerte que sin duda seguirá de
tu señora, pero tú te arrepentirás tantas veces que querrías morirte.
Pirro, que muchas veces en las palabras que Lusca
le había dicho había vuelto a pensar, había tomado por partido que, si ella
volviese a él otra vez, le daría otra respuesta y del todo plegarse a complacer
a la señora, si pudiera asegurarse de no estar siendo puesto a prueba; y por
ello repuso: -Mira, Lusca, todas las cosas que me dices sé que son verdaderas;
pero yo sé por otra parte que mi señor es muy sabio y muy perspicaz, y como
pone en mi mano todos sus asuntos, mucho temo que Lidia, con su consejo y
voluntad haga esto para querer probarme, y por ello, si tres cosas que yo le
pida quiere hacer para esclarecerme, por cierto que nada me mandará después que
yo no haga prestamente. Y las tres cosas que quiero son éstas: primeramente,
que en presencia de Nicostrato mate ella misma a su bravo halcón; luego, que me
mande un mechoncito de la barba de Nicostrato, y, por último, una muela de la
boca de él mismo, de las más sanas.
Estas cosas parecieron duras a Lusca y a la
señora durísimas; pero Amor, que es buen consolador y gran maestro de consejos,
la hizo deliberar hacerlo, y por su camarera le envió a decir que aquello que
le había pedido completamente haría, y pronto; y además de ello, por lo muy
sabio que él reputaba a Nicostrato, dijo que en presencia suya con Pirro se
solazaría y a Nicostrato haría creer que no era verdad. Pirro, pues, se puso a
esperar lo que iba a hacer la noble señora; la cual, habiendo de allí a pocos
días Nicostrato dado un gran almuerzo, como acostumbraba a hacer con
frecuencia, a algunos gentileshombres, y habiendo ya levantado los manteles,
vestida de terciopelo verde y muy adornada, y saliendo de su cámara, a aquella
sala vino donde estaban ellos, y viéndola Pirro y todos los demás, se fue a la
percha donde el halcón estaba, al que Nicostrato amaba tanto, y soltándolo como
si en la mano lo quisiera llevar, y tomándolo por las pihuelas lo golpeó contra
el muro y lo mató. Y gritándole Nicostrato: «¡Ay, mujer! ¿Qué has hecho?», nada
le respondió, sino que volviéndose a los nobles hombres que con él habían
comido, dijo: -Señores, mala venganza tomaría de un rey que me afrentase, si de
un halcón no tuviera el atrevimiento de tomarla. Debéis saber que esta ave todo
el tiempo que debe ser prestado por los hombres al placer de las mujeres me ha
quitado durante mucho tiempo; porque no apenas suele aparecer la aurora,
Nicostrato está levantado y montado a caballo, con su halcón en la mano yendo a
las llanuras abiertas para verlo volar; y yo, como veis, sola y descontenta, en
la cama me he quedado; por la cual cosa muchas veces he tenido deseos de hacer
lo que ahora he hecho, y ninguna otra razón me ha retenido sino esperar a
hacerlo en presencia de hombres que justos jueces sean en mi querella, como
creo que lo seréis vosotros. Los nobles señores que la oían, creyendo que no de
otra manera era su afecto por Nicostrato que lo que decían sus palabras, riendo
todos y hacia Nicostrato volviéndose, que airado estaba, comenzaron a decir:
-¡Ah, qué bien ha hecho la señora al vengar su afrenta con la muerte del
halcón! Y con diversas bromas sobre tal materia habiendo ya la señora vuelto a
su cámara, en risa volvieron el enojo de Nicostrato.
Pirro, visto esto, se dijo a sí mismo:
«Altos principios ha dado la señora a mis felices
amores: ¡Dios haga que persevere!» Matado, pues, por Lidia el halcón, no
pasaron muchos días cuando, estando ella en su alcoba junto con Nicostrato,
haciéndole caricias, con él comenzó a chancear, y él, por juego tirándole un
tanto de los cabellos, le dio ocasión de poner en efecto la segunda cosa pedida
por Pirro; y prestamente cogiéndole por un pequeño mechón de la barba, y
riendo, tan fuerte le tiró que se lo arrancó todo del mentón; de lo que
quejándose Nicostrato, ella dijo:
-¿Y qué tienes que poner tal cara porque te he
quitado unos seis pelos de la barba? ¡No sentías lo que yo cuando me tirabas
poco ha de los cabellos!
Y así continuando de una palabra en otra su
solaz, la mujer cautamente guardó el mechón de la barba que le había arrancado,
y el mismo día la mandó a su querido amante. La tercera cosa le dio a la señora
más que pensar, pero también (como a quien era de alto ingenio y amor la hacía
tener más) encontró el modo que debía seguir para darle cumplimiento. Y
teniendo Nicostrato dos muchachitos confiados por su padre para que en casa,
aunque fuesen gentileshombres, aprendiesen buenas maneras, de los cuales,
cuando Nicostrato comía, el uno le cortaba en el plato y el otro le daba de
beber, haciendo llamar a los dos, les dio a entender que les olía la boca y les
enseñó que, cuando sirviesen a Nicostrato, echasen la cabeza hacia atrás lo más
que pudieran, y no le dijesen esto nunca a nadie.
Los jovencitos, creyéndolo, comenzaron a seguir
aquella manera que la señora les había enseñado; por lo que ella una vez
preguntó a Nicostrato:
-¿Te has dado cuenta de lo que hacen estos
muchachitos cuando te sirven? Dijo Nicostrato:
-Claro que sí, así les he querido preguntar que
por qué lo hacían. La señora le dijo:
-No lo hagas, que yo te lo diré, y te lo he
ocultado mucho tiempo para no disgustarte; pero ahora que me doy cuenta de que
otros comienzan a percatarse, ya no debo ocultártelo. Esto no te sucede sino
porque la boca te hiede fieramente, y no sé cuál será la razón, porque esto no
solía ser; y ésta es cosa feísima, teniendo que tratar tú con gentileshombres,
y por ello se debía ver el modo de curarla. Dijo entonces Nicostrato:
-¿Qué podría ser ello? ¿Tendré en la boca alguna
muela estropeada? A quien Lidia dijo:
-Tal vez sí.
Y llevándolo a una ventana le hizo abrir bien la
boca y luego de que le hubo de una parte y otra mirado, dijo:
-Oh, Nicostrato, ¿y cómo puedes haberla sufrido
tanto? Tienes una de esta parte la cual, a lo que me parece, no solamente está
dañada, sino que está toda podrida, y con seguridad si la tienes en la boca
estropeará las que están al lado; por lo que te aconsejaría que te la sacases
antes de que el asunto vaya más adelante.
Dijo entonces Nicostrato:
-Puesto que te parece así, y ello me agrada,
mándese sin tardanza por un maestro que me la saque. A quien la señora dijo:
-No plazca a Dios que por esto venga un maestro;
me parece que está de manera que sin ningún maestro yo misma te la arrancaré
óptimamente. Y, por otra parte, estos maestros son tan crueles al hacer estos
servicios que el corazón no me sufriría de ninguna manera verte o saberte en
las manos de ninguno; y por ello quiero absolutamente hacerlo yo misma, que al
menos, si te duele demasiado yo te soltaré incontinenti, cosa que el maestro no
haría.
Haciéndose, pues, traer los instrumentos propios
de tal servicio y haciendo salir de la cámara a todas las personas, solamente
retuvo consigo a Lusca; y encerrándose dentro hicieron echarse a Nicostrato
sobre una mesa y poniéndole las tenazas en la boca y cogiéndole una muela, por
muy fuerte que él de dolor gritase, sujetado firmemente por la una la otra le
arrancó una muela a viva fuerza; y guardándola y cogiendo otra que
cuidadosamente dañada Lidia tenía en la mano, a él doliente y casi medio muerto
se la mostraron diciendo:
-Mira lo que has tenido en la boca hace tanto
tiempo.
Creyéndolo él, aunque gravísimo dolor aguantado
hubiese y mucho se quejase, sin embargo, luego que fuera estaba, le pareció
estar curado, y con una cosa y con otra reconfortado, aliviándose su dolor,
salió de la cámara.
La señora, tomando la muela, enseguida a su
amante la mandó; el cual, ya seguro de su amor, se ofreció dispuesto a todo su
gusto. La señora, deseando asegurarlo más y pareciéndole aún cada hora mil
antes de estar con él, queriendo lo que le había prometido cumplir, fingiendo
estar enferma y estando un día después de comer Nicostrato visitándola, no viendo
con él a nadie más que a Pirro, le rogó, para alivio de sus molestias, que la
ayudase a ir hasta el jardín. Por lo que Nicostrato de uno de los lados y Pirro
del otro cogiéndola, la llevaron al jardín y en un pradecillo al pie de un buen
peral la dejaron; donde estando sentados algún rato, dijo la señora, que ya
había hecho informar a Pirro de lo que tenía que hacer: -¡Pirro, tengo gran
deseo de tener algunas de aquellas peras, y así súbete allá arriba y échame
unas cuantas!
Pirro, prestamente subiendo, comenzó a echar
abajo peras, y mientras las echaba, comenzó a decir: -Eh, mi señor, ¿qué es eso
que hacéis? ¿Y vos, señora, cómo no os avergonzáis de sufrirlo en mi presencia?
¿Creéis que sea ciego? Vos estabais hace un momento muy enferma, ¿cómo os habéis
curado tan pronto que hagáis tales cosas? Las cuales, si las queréis hacer
tenéis tantas hermosas alcobas; ¿por qué no os vais a alguna de ellas a hacer
esas cosas? Y será más honesto que hacerlo en mi presencia. La señora,
volviéndose al marido, dijo:
-¿Qué dice Pirro? ¿Desvaría?
Dijo entonces Pirro:
-No desvarío, no, señora; ¿no creéis que vea?
Nicostrato se maravillaba fuertemente, y dijo:
-Pirro, verdaderamente creo que sueñas.
A quien Pirro repuso:
-Señor mío, no sueño nada, y vos tampoco soñáis;
sino que os meneáis tanto que si así se menease este peral ninguna pera
quedaría en él.
Dijo la señora entonces:
-¿Qué puede ser esto? ¿Podría ser verdad que le
pareciese verdad lo que dice? Así me guarde Dios si estuviera sana como lo
estaba antes, que subiría allí arriba para ver qué maravillas son esas que éste
dice que ve.
Pero Pirro, arriba en el peral, hablaba y
continuaba este discurso; a quien Nicostrato dijo: -Baja aquí.
Y él bajó; y le dijo:
-¿Qué dices que ves?
Dijo Pirro:
-Creo que me tenéis por estúpido o por
desvariado; os veía a vos encima de vuestra mujer, puesto que debo decirlo; y
luego, al bajar, os vi levantaros y poneros así donde estáis sentados.
-Ciertamente -dijo Nicostrato-, eres estúpido en esto, que no nos hemos movido
un punto desde que subiste al peral, de como tú ves.
Al cual dijo Pirro:
-¿Por qué vamos a hacer una cuestión? Que os vi,
os vi, pero os vi sobre lo vuestro. Nicostrato se maravillaba más a cada
momento, tanto que dijo: -¡Bien quiero ver si ese peral está encantado y quien
está ahí arriba ve maravillas! Y se subió a él; y en cuanto estuvo arriba su
mujer junto con Pirro empezaron a solazarse. Lo que viendo Nicostrato comenzó a
gritar:
-¡Ay, mala mujer! ¿Qué estás haciendo? ¿Y tú,
Pirro, de quien yo más fiaba? Y diciendo esto comenzó a bajar del peral. La
señora y Pirro decían: -Estamos aquí sentados.
Y al verlo bajar volvieron a sentarse en la misma
guisa que él dejado los había. Al estar abajo Nicostrato y verlos donde los
había dejado, comenzó a injuriarlos. Y Pirro le decía:
-Nicostrato, ahora verdaderamente reconozco yo
que, como vos decíais antes, vi engañosamente mientras estaba subido al peral;
y no lo conozco por otra cosa sino por ésta, que veo y sé que equivocadamente
habéis visto vos. Y que yo digo la verdad nada puede demostrároslo sino tener
sensatez y pensar por qué motivo vuestra mujer, que es honestísima y más
prudente que ninguna, si quisiera con tal cosa haceros ultraje, iría a hacerlo
bajo vuestros ojos; nada quiero decir de mí, que primero me dejaría
descuartizar que pensar en ello, no ya que viniese a hacerlo en presencia
vuestra. Por lo que, por cierto, la maña de este falso ver debe proceder del
peral, porque nada en el mundo me hubiese hecho creer que vos no estuvisteis
aquí yaciendo carnalmente con vuestra mujer si no os oyera decir qué os ha
parecido que yo he hecho lo que estoy certísimo de que, no ya nunca lo hice,
sino que ni lo pensé. La señora, después, que como toda enojada se había puesto
en pie, comenzó a decir: -Mala ventura haya si me tienes por tan poco sensata
que, si quisiera llegar a esas miserias que tú dices haber visto viniera a
hacerlas delante de tus ojos. Está seguro de esto, de que si alguna vez el
deseo me viniera, no vendría aquí, sino que me creería capaz de estar
escondidamente en una de nuestras alcobas, de guisa y de manera que asombroso
me parecía que tú nunca llegases a saberlo. Nicostrato, a quien verdadero
parecía lo que decían el uno y el otro, que delante de él a tal acto no iban a
haberse dejado ir, dejando las palabras y las reprensiones sobre aquel asunto,
comenzó a razonar sobre la extrañeza del hecho y del milagro de la vista que
así cambiaba a quien subía encima. Pero la señora, que de la opinión que
Nicostrato mostraba haber tenido de ella se mostraba airada, dijo:
-Verdaderamente este peral no hará ninguna más, ni a mí ni a otra mujer, de
estas deshonras, si yo puedo; y por ello, Pirro, ve y busca un hacha y en un
punto a ti y a mí vénganos cortándolo, aunque mucho mejor estaría darle con ella
en la cabeza a Nicostrato, que sin consideración alguna tan pronto se dejó
cegar los ojos del intelecto; que, aunque a los que tienes en la cara les
pareciese lo que dices, por nada debías haber consentido ni creído con el
juicio de tu mente que fuese así. Pirro, prestísimo, fue por el hacha y cortó
el peral, el que como la señora viese caído, dijo a Nicostrato: -Pues que veo
abatido al enemigo de mi honestidad, mi ira se ha terminado. Y a Nicostrato,
que se lo rogaba, benignamente perdonó ordenándole que no le sucediese pensar
de aquella que más que a ella le amaba, semejante cosa nunca más. Así, el
mísero marido escarnecido, junto con ella y con su amante se volvieron a su
casa, en la cual, luego, muchas veces Pirro de Lidia y ella de él, con más calma
disfrutaron placer y deleite. Dios nos lo dé a nosotros.
NOVELA DÉCIMA
Dos sieneses aman a una mujer comadre de uno,
muere el compadre y vuelve al compañero según la promesa que le habían hecho, y
le cuenta cómo se está en el más allá .
Quedaba solamente al rey tener que novelar; el
cual después que vio a las señoras calmadas (que se dolían del peral cortado,
que no había tenido culpa), comenzó: Manifestísima cosa es que todo justo rey
el primer guardador debe ser de las leyes hechas por él, y si otra cosa hace,
siervo digno de castigo y no rey debe juzgarse; en el cual pecado y reprimenda
a mí, que vuestro rey soy, como obligado me conviene caer. Es verdad que ayer
di yo la ley para nuestros razonamientos de hoy, con intención de no querer
este día usar de mi privilegio sino sujetarme con vosotros a ella y razonar de
aquello que todos habéis razonado; pero no solamente ha sido contado aquello
sobre lo que yo imaginaba que iba a hablar, sino que han sido dichas sobre ello
tantas otras cosas y tanto mejores, que yo, en cuanto a mí, por mucho que en la
memoria busque, recordar no puedo ni saber que sobre tal materia algo pueda
decir que a las contadas pueda compararse. Y por ello, debiendo contravenir la
ley por mí mismo dada, como digno de castigo, desde ahora a toda reparación que
me sea ordenada me declaro aparejado, y a mi acostumbrado privilegio volveré; y
digo que la historia dicha por Elisa sobre el compadre y la comadre, y también
la mentecatez de los sieneses, tienen tanta fuerza, carísimas señoras que,
dejando las burlas que a sus maridos necios hacen las mujeres discretas, me
llevan a contaros una historieta sobre ellos la cual, aunque en sí tenga mucho
de lo que no debe creerse, no menos será en parte placentera de escuchar.
Hubo, pues, en Siena, dos jóvenes pueblerinos de
los cuales uno tuvo por nombre Tingoccio Mini y el otro fue llamado Meuccio de
Tura ; y casi nunca estaban el uno sin el otro, y a lo que parecía se amaban
mucho. Y yendo, como los hombres van, a la iglesia y a los sermones, muchas
veces oído habían la gloria y la miseria que a las almas de quienes morían era
según sus méritos, concedida en el otro mundo; de las cuales cosas deseando
saber segura noticia, y no encontrando el modo, se prometieron el uno al otro
que quien primero de ellos muriese, al que quedase vivo volvería si podía y le
daría noticia de lo que deseaba; y esto lo confirmaron con juramento.
Habiéndose, pues, esta promesa hecho y continuando juntos, como se ha dicho,
sucedió que Tingoccio emparentó como compadre con un Ambruoggio Anselmini, que
estaba en Camporeggi; el cual, de su mujer llamada doña Mita había tenido un
hijo. El cual Tingoccio, junto con Meuccio visitando alguna vez a esta su
comadre, que era una hermosísima y atrayente mujer, no obstante el compadrazgo
se enamoró de ella; y Meuccio semejantemente, placiéndole ella mucho y mucho
oyéndola alabar a Tingoccio, se enamoró de ella. Y en este amor el uno se
ocultaba del otro, pero no por la misma razón: Tingoccio se guardaba de
descubrirlo a Meuccio por la maldad que a él mismo le parecía ser amar a su
comadre, y se habría avergonzado de que alguien lo hubiera sabido; Meuccio no
se guardaba por esto sino porque ya se había apercibido de que le placía a
Tingoccio, por lo que decía: «Si yo le descubro esto, tomará celos de mí, y
pudiéndole hablar cuanto guste, como compadre, en lo que pueda la hará odiarme,
y así nunca nada que me plazca tendré de ella». Ahora, amando estos dos jóvenes
como se ha dicho, sucedió que Tingoccio, a quien era más fácil poder abrir a la
mujer todos sus deseos, tanto supo hacer con actos y con palabras que consiguió
de ella su gusto; de lo que Meuccio bien se percató, y aunque mucho le
desagradase, sin embargo, esperando alguna vez llegar al objeto de su deseo,
para que Tingoccio no tuviera materia ni ocasión de estropear o impedir algún
asunto suyo, hacía semblante de no enterarse. Amando, así, los dos compañeros,
el uno más felizmente que el otro, sucedió que, encontrando Tingoccio en las
tierras de la comadre el terreno blando, tanto labró y tanto cavó en él que le
vino una enfermedad, la cual después de algunos días se agravó tanto que, no
pudiendo soportarla, se fue al otro mundo. Y ya difunto, tres días después, que
tal vez primero no había podido, vino, según la promesa hecha, una noche a la
alcoba de Meuccio, al cual, que dormía profundamente, llamó. Meuccio,
despertándose, dijo: -¿Quién eres tú?
A quien respondió:
-Soy Tingoccio que, según la promesa que te hice,
he vuelto a darte noticias del otro mundo. Algo se espantó Meuccio al verlo,
pero tranquilizándose luego dijo: -¡Seas bienvenido, hermano mío!
Y luego le preguntó si se había perdido; al que
Tingoccio repuso: -Perdidas están las cosas que no se encuentran: ¿y cómo iba a
estar yo aquí en medio si estuviera perdido?
-¡Ah! -dijo Meuccio-, yo no digo eso: sino que te
pregunto si estás entre las almas condenadas en el fuego atormentador del
infierno.
A quien Tingoccio repuso:
-Eso no, pero sí estoy, por los pecados cometidos
por mí, en penas gravísimas y muy angustiosas. Preguntó entonces Meuccio
particularmente a Tingoccio qué penas se daban allá por cada uno de los pecados
que aquí se cometen; y Tingoccio se las dijo todas. Luego le preguntó Meuccio
si él podía aquí hacer por él alguna cosa; a quien Tingoccio respondió que sí,
y era que hiciera decir por él misas y oraciones y dar limosnas, porque estas
cosas mucho ayudaban a los de allá. A quien Meuccio dijo que lo haría de buena
gana; y separándose Tingoccio de él, Meuccio se acordó de la comadre, y
levantando algo la cabeza, dijo:
-Ahora que me acuerdo, oh Tingoccio: ¿por la
comadre con la que te acostabas cuando estabas aquí, qué pena te han dado allá?
A quien Tingoccio repuso.
-Hermano mío, cuando llegué allí, había uno que
parecía que todos mis pecados sabía de memoria, el cual me mandó que fuese a
aquel lugar (donde lloré con grandísimas penas mis culpas), donde encontré a
muchos amigos a la misma pena que yo condenados; y estando yo entre ellos, y
acordándome de lo que había hecho con la comadre, y esperando por ello mucha
mayor pena que la que me había sido dada, aunque estuviese en un gran fuego y
muy ardiente, todo de miedo temblaba. Lo que sintiendo uno que había a mi lado,
me dijo: «¿Qué tienes más que los demás que aquí están que tiemblas estando en
el fuego?». «¡Oh! -dije yo-, amigo mío, tengo gran miedo del juicio que espero
de un gran pecado que he hecho.» Aquél me preguntó entonces que qué pecado era
aquél; y le dije: «El pecado fue tal, que me acostaba con una comadre mía: y
tanto me acosté que me despellejé». Y él entonces, burlándose de aquello, me
dijo: «Anda, tonto, no temas, que aquí no se lleva ninguna cuenta de las
comadres», lo que oyéndolo yo, todo me tranquilicé.
Y dicho esto, acercándose el día, dijo:
-Meuccio, quédate con Dios, que yo no puedo ya
estar contigo -y súbitamente se fue. Meuccio, habiendo oído que ninguna cuenta
se llevaba de las comadres, comenzó a burlarse de su necedad, pues ya había
dejado pasar a unas cuantas; por lo que, abandonando su ignorancia, en aquello
en adelante fue sabio. Las cuales cosas, si fray Rinaldo las hubiese sabido, no
habría tenido necesidad de andar con silogismos cuando persuadió a hacer su
gusto a su buena comadre. Estaba Céfiro siendo levantado por el sol que al
poniente se avecinaba cuando el rey, terminada su historia y no quedándole nada
por decir, quitándose la corona de la cabeza, sobre la cabeza la puso de
Laureta, diciendo:
-Señora, con vos misma os corono reina de nuestra
compañía; aquello que de ahora en adelante creáis que sea placer y consuelo de
todos, como señora mandaréis -y volvió a sentarse. Laureta, hecha reina, hizo
llamar al senescal, a quien ordenó que mandase que en el placentero valle un
tanto antes de lo acostumbrado se pusiesen las mesas, para que después con
tiempo se pudiera volver a la casa; y luego, lo que tenía que hacer mientras su
gobierno durase, le expuso. Luego, vuelta a la compañía, dijo:
-Dioneo quiso ayer que hoy se hablase de las
burlas que las mujeres hacen a sus maridos; y si no fuese que yo no quiero
mostrar ser de casta de can gruñidor, que incontinenti quiere vengarse, diría
yo que mañana se razonase sobre las burlas que los hombres hacen a sus mujeres.
Pero dejando esto, digo que cada uno piense en contar burlas de esas que todos
los días o la mujer al hombre o el hombre a la mujer, o un hombre a otro hombre
hacen; y creo que sobre esto será no menos placentero razonar que ha sido hoy.
Y dicho esto, poniéndose en pie, hasta la hora de la cena licenció a la
compañía. Levantándose, pues, las señoras y los hombres por igual, algunos de
ellos, descalzos, comenzaron a andar por el agua clara y otros entre los bellos
y derechos árboles sobre el verde prado se andaban entreteniendo. Dioneo y
Fiameta un buen rato cantaron juntos sobre Arcita y Palemón ; y así, en varios
y diversos deleites recreándose, el tiempo hasta la hora de la cena con
grandísimo placer pasaron; venida la cual, y a lo largo del pequeño piélago
puestas las mesas, allí al canto de mil pájaros, refrescados siempre por un
aura suave que de aquellas montañitas de alrededor nacía, sin ninguna mosca,
reposadamente y con alegría cenaron. Y levantadas las mesas, luego de que algún
tiempo por el placentero valle hubieron dado vueltas, estando ahora el sol alto
a medio crepúsculo, como plugo a su reina, hacia su acostumbrada morada con
lento paso volvieron a ponerse en camino, y bromeando y charlando de mil cosas,
tanto de las que durante el día se había hablado como de otras, a la hermosa
casa, bastante cerca de la noche, llegaron. Donde con fresquísimos vinos y con
dulces alejando la fatiga del escaso camino, en torno de la bella fuente ahora
rompieron a danzar, unas veces al son de la cornamusa de Tíndaro y otras a
otros sones carolando; pero al final la reina ordenó a Filomena que cantase una
canción, la cual comenzó así.
¡Ay de mi infeliz vida!
¿Alguna vez podría regresar
al lugar del que fui desposeída?
No estoy segura, y es tan
ardoroso
el afán de mi pecho
por retornar a do vivir solía,
oh caro bien, oh mi único reposo,
que me tiene maltrecho.
¡Ah, dime tú, que no preguntaría
a otro, ni sabría!
Ah, señor mío, házmelo esperar,
que es el consuelo de mi alma
afligida.
No sé bien repetir cuál fue el
placer
que me tiene infamada
sin poder descansar noche ni día,
porque el sentir, el escuchar y
el ver,
con fuerza desusada,
cada uno en su hoguera me
encendía,
donde ardo todavía:
y sólo tú me puedes animar
y devolverme la virtud perdida.
¡Ah, dime tú si ocurrirá algún
día
que te encuentre quizás
donde los ojos que causan mi
duelo;
dímelo, caro bien, dulce alma
mía,
dime cuándo vendrás,
que al decir «Pronto» ya me das
consuelo;
pase el tiempo en un vuelo
que he de esperarte, y largo sea
tu estar,
para curarme, que es grande mi herida!
Si sucede que alguna vez te tenga
no sé si seré loca
como antes fui y te dejaré
partir,
te retendré, y que venga lo que
venga,
pues de la dulce boca
mi deseo se debe bien nutrir;
no más quiero decir;
así, ven pronto, venme ya a
abrazar,
que con pensarlo el canto cobra
vida.
Juzgar hizo esta canción a toda la compañía que un nuevo y placentero amor a Filomena asediase; y porque por sus palabras parecía que más hubiera probado de él que la sola vista, teniéndola por muy feliz, envidia le tuvieron algunos de los que allí estaban. Pero luego de que su canción hubo terminado, acordándose la reina de que el día siguiente era viernes, así a todos placenteramente dijo: -Sabéis, nobilísimas señoras, y vosotros jóvenes, que mañana es el día que a la pasión de Nuestro Señor está consagrado, el cual, si bien os acordáis, devotamente celebramos siendo reina Neifile; y las entretenidas narraciones suspendimos; y lo mismo hicimos el sábado subsiguiente. Por lo que, queriendo el buen ejemplo dado por Neifile seguir, estimo que honesta cosa sea que mañana y el día siguiente, como los pasados días hicimos, nos abstengamos de nuestro deleitoso novelar, trayendo a la memoria lo que en semejantes días por la salvación de nuestras almas sucedió. Plugo a todos el devoto hablar de su reina; por la cual dados licencia, habiendo ya pasado buen pedazo de la noche, todos se fueron a reposar.
TERMINA LA SÉPTIMA JORNADA
No hay comentarios:
Publicar un comentario